Artículo Vol. 1, n.º 14, 2022

Cuentos costumbristas del mundo rural de Gabriel Velozo Gajardo

Autor(es)

Gabriel Velozo Gajardo

Secciones

Sobre los autores

 

EL ENTIERRO

En los caminos polvorientos de mi pueblo, se oye por las noches el gritar terrorífico del Tué Tué, acompañado del graznar de los gansos y el alboroto que hacen los queltehues al oír el más mínimo ruido en las noches de San Juan.

Abel había planeado, aquella noche de San Juan, sacar el entierro que se le había aparecido unas noches atrás, mientras regresaba con sus bestias desde su barbecho.

Nada se distinguía en la penumbra rural. El hombre avanzaba ora a tientas, ora tropezando con una piedra o un matorral de litre aún sin rozar. Al hombro llevaba la pala y una picota para excavar en el lugar donde había visto algunas monedas brillar como brazas encendidas dentro de un brasero de oro tan grande como un costal.

Un escapulario en el pecho era su fiel amuleto, según él para espantar los espíritus guardianes del tesoro enterrado por los antiguos patrones del fundo donde trabajaba, de quienes se decía tenían un pacto con el diablo, vendiendo su alma por riquezas inimaginables.

Una noche, para impedir que bandidos y cuatreros se llevaran su fortuna, uno de ellos enterró las monedas de oro debajo de las pataguas, justo donde el mandinga les pedía cuentas de su alma. Nunca se supo dónde quedó el cuerpo de aquel patrón, solo se encontraron sus ropas al día siguiente. Los demás patrones murieron, se cree, baleados o descuartizados por cuatreros.

Abel sentía escalofríos, sus dientes chocaban frenéticos unos contra otros a medida que se acercaba a las pataguas. Por suerte trajo una botella de enguindado para calmar los nervios y el frío reinante en la estación invernal. Mientras iba penetrando en la oscuridad, esta se hacía más densa y sonidos extraños llegaban a sus oídos. Una lechuza levantó el vuelo batiendo con furia sus alas. Abel dio un salto de susto, su espalda mojada por el sudor quedó petrificada por un momento.
De pronto rozó algo suave como terciopelo en una rama. A tientas, extendió su mano para alcanzarlo y un feroz mordisco casi le tritura el dedo anular.

– ¡Ay, diantre de porquería! –exclamó mientras el dolor le punzaba hasta las sienes–.
– Fifi, fifi, fifi –una perdiz huía despavorida–.

A esas alturas de la noche Abel casi se desmayaba de susto y su coraje se extinguía poco a poco. Un largo trago de licor calentó su estómago y produjo en él una sutil temeridad.

De pronto, un chasquido fulminante llegó a sus oídos. El crujir de hojas secas se hacía más audible a medida que avanzaba hacia el centro de las pataguas.

Ahí estaba aquel brasero de oro lleno de monedas, parecía levitar de un lado para otro girando sobre sí mismo. Abel, extasiado y movido por la codicia, se abalanzó sobre aquel tesoro olvidándose por completo de las herramientas que llevaba al hombro. Entonces sintió un líquido caliente brotar a borbotones desde su pecho: la picota le había traspasado la caja torácica por completo. A pesar de ello, en su rostro se dibujaba una sonrisa de triunfo por el puñado de monedas que apretaba en su mano, pero al abrirla descubrió con horror sólo unas moribundas luciérnagas.

 

LA APUESTA

La noche en un principio estaba diáfana y las estrellas podían observarse sin dificultad. En aquel pueblito sureño, enclavado a los pies de cerros cubiertos con vasta vegetación, reinaba la tranquilidad. Campesinos y lugareños solían venir por las tardes los fines de semana a divertirse en la fuente de soda El sol, otros iban al restaurante El negro bueno, aunque su dueño de negro no tiene ni pizca.

Al calor de un brasero y unas buenas botellas de vino, iban transcurriendo las horas debajo del añoso parrón. A medida que se iba calentando el ambiente y llegaban más parroquianos, se armaban los equipos para jugar a la rayuela, siempre en parejas.

Jacinto y Diego eran la collera favorita, hombres curtidos en estas lides. Jacinto tenía alrededor de unos cuarenta años. Macizo, de pómulos salientes y mirada fiera, daba miedo, aunque en realidad era muy afable y hasta un poco charlatán. Diego, en cambio, era un hombre más bien bajo, gordo y de manos pequeñas, y siempre andaba con una sonrisa a flor de labios. Buen chato, gastaba a manos llenas. Amigo de sus amigos, muchos se acercaban a él por conveniencia, aunque solía ser bastante pedante y burlesco en algunas ocasiones.

Las apuestas entre los comensales no se hacían esperar, dinero y botellas de vino eran los más apetecidos. La dueña de casa, metida en la cocina, hacía llegar el aroma de las empanadas fritas, prietas de chancho con papas cocidas y encebollado, comistrajo preferido de los fieles asistentes a aquellas famosas pichangas en El sol. Los niños correteaban a los perros y gatos a pedradas y otras tantas horas pasaban jugando al paco reo o a las escondidas.

Ya muy avanzada la noche y con la cabeza dándoles vueltas por efecto del alcohol, algunos discutían los puntos perdidos o ganados hasta casi llegar a los golpes, siendo muchas veces separados por el dueño de casa. ‘On Vita, como le llamaba cariñosamente toda la gente, debía tener unos 38 años. Alto y de contextura mediana, ágil con los puños, era respetado en toda la zona. Estaba casado con doña Juana Daza, pequeña mujer de carácter fuerte, trabajadora, amante de sus hijos y todo niño que se le acercara, cariñosa, excelente cocinera. Y sobre todo muy buena esposa.

Además de jugar a la rayuela y los naipes, algunos campesinos quitados de bulla tomaban sus tragos tranquilos al lado del brasero, comiendo empanadas por docenas. Ese era el lugar favorito de Javier, un niño tímido por excelencia que nunca hablaba y vivía atemorizado, y con cierta razón. Aunque algunas de las historias que allí se contaban eran escalofriantes, otras estaban muy lejos de ser ciertas y otras resultaban muy divertidas. Javier podía pasar horas y horas escuchándolas hasta que Mercedes, su madre, lo llamaba a grito pelado: “¡Javieeer, ven a acostarte, cabro de porquería!”.

Cansados de tanto tirar los tejos, poco a poco los hombres se iban acercando al brasero ubicado debajo del corredor, ya que ahí estaban más protegidos del rocío.

Las sabrosas historias allí contadas entretenían a la gallada, sobre todo aquellas acerca del diablo On Sata o el Mandinga, que eran las preferidas.

– Icen, iñor, que el mandiga se aparece en la Güelta e los Pinos. Yo no pasaría ni amarrao por ahí, aunque me pagaran y me repagaran, menos después de la medianoche –decía don Pedro Molina, hombre campesino de la zona norte del pueblo–.
– Yo tampoco, iñor –respondió don Juan Álvarez, hombre alto, flaco, casi esquelético, de boca muy pronunciada. Tenía este una destreza sin igual en domaduras de caballos y vacunos–.

No pensaban lo mismo don Jacinto ni don Diego, cuál de los dos más majadero y burlón con los huasos miedosos, como les decían a los demás.

No faltó quien los desafiara, apostando para ello la no despreciable suma de diez mil escudos y una buena comilona.
No recatearon mucho y aceptaron la apuesta. Don Jacinto era el que más entusiasmado estaba, tanto así que desafiaba al mismísimo Diablo, en quien por supuesto no creía, mucho menos en la existencia de Dios.

Echando puteadas al mundo y maldiciendo a cuanto santo y beato se le viniera a la cabeza, salió de la fuente de soda junto a su compañero de juerga, camino a la Vuelta de los Pinos. Les acompañaron todos los que habían apostado y otros mirones de los que nunca faltan, pero solo hasta la salida del pueblo.

Jacinto y Diego partieron, no sin antes beber unos buenos sorbos de vino tinto para envalentonarse y calentar el cuerpo, pues el frío a esas horas penetraba los huesos hasta del más regordete de aquellos hombres.

Los caballos bufaban, de sus narices escapaba un vapor caliente y amarillento. De lejos se podía oír el andar de aquellas bestias debido al ruido metálico producido por las herraduras al rozar el asfalto.

A medida que iban avanzando, ambos hombres atinaban solo a mirarse de reojo. El miedo les invadía poco a poco, pero no podían demostrarlo ni menos reconocer que lo sentían, pues que ambos hubiesen querido devolverse y echar por la borda aquella estúpida apuesta.

– Yo soy bien hombre pa mis cosas y no pienso echarme patrás. Y si el mandinga me sale al encuentro, le haré frente como roto chileno que soy. Nunca le he temío a na –pensaba Jacinto para sus adentros. En tanto, Diego estaba tan asustado que ni pensar podía–.

Un fuerte y feroz aullido paró en seco la marcha de los caballos. Un enorme animal negro y con olor a azufre estaba parado en medio del camino, cortando el paso de los caballos que, asustados, se encabritaron, lanzando patadas con furia a diestra y siniestra. Ambos jinetes apenas podían sostenerse en sus monturas, asidos con firmeza a las riendas y con las piernas apretadas en las cinchas de sus caballos para no caer. Gritando improperios, picaneaban las costillas de aquellos brutos con las espuelas hasta hacerles colorear, mientras con la argolla del rebenque azuzaban al aire, dejando caer con ira cada golpe en las tusas de sus bestias para hacerlas avanzar.

De pronto un estampido hizo volar por los aires miles de astillas de un viejo pino que estaba en la orilla del camino. La alambrada de púas rechinaba al encogerse y estirarse con aquella endemoniada fuerza invisible que amenazaba con arrancarla de cuajo de sus firmes postes de espino y traiguén.

Una figura entre humana y caprina apareció de la nada, rodeada de una luz que cegó por unos instantes a cuanto ser vivo estaba en aquel lugar. Ambos caballos partieron en loca carrera y con velocidad increíble. Siendo detenidos en seco por aquel ser endemoniado, los jinetes saltaron disparados de sus monturas, azotándose la cabeza en el pavimento.

Jacinto quedó semiaturdido. Uno de sus brazos se quebró a la altura de su codo y varios huesos de sus costillas asomaban fuera de la piel. La sangre corría a borbotones.

Diego se había roto la pierna y parte del cráneo exhibía un profundo agujero sobre el parietal derecho. Se arrastraba a duras penas en busca de un lugar donde esconderse.

De la boca de Satanás salió una ráfaga de viento helado mezclado con espuma impregnada de amoniaco y azufre, y de sus ojos un rayo de fuego que pulverizó todo a su paso. Al acercarse a Jacinto, lo lanzó con extremada violencia varios metros hacia adelante, para luego, con su poder mental, azotarlo contra el alambrado, dejándolo atravesado en las filosas púas, las que le cercenaron la cabeza que rodó por el piso empapada en sangre.

Luego fue por Diego, que ya alcanzaba a tomar la punta de una cruz de hierro enclavada en la cornisa de una pequeña gruta erigida en recuerdo de un hombre al que años atrás habían asesinado por envidia. Decían que la animita era milagrosa, muchas mujeres acudían a ella cuando tenían problemas y le pedían favores, favores a los que la mayoría de las veces el finado les cumplía.

Instintivamente, Diego habíase desplazado hasta allá en busca de un refugio y, al ver la cruz, afloró en él una chispa de fe que le hizo creer en Dios en los postreros momentos de su vida.

El Diablo, al ver que el hombre echaba mano a su fe para salvarse, alargó su brazo y, tomando a Diego por los tobillos, comenzó a hacerlo girar por los aires como un ciclón, con tal velocidad que reventó todo los órganos interiores del hombre. Lanzando un grito desgarrador y nombrando a Jesús, hizo que el demonio lo soltara, yendo a caer con la mitad del cuerpo dentro de la gruta donde murió con una sonrisa, pues había alcanzado a tomar entre los dedos un viejo rosario en que colgaba un crucifijo de plata.

La fe, en su último momento, salvó su alma.

ACERCA DEL AUTOR
Gabriel Velozo Gajardo (1959). Poeta y escritor autodidacta. Nació en Yungay, en la Región del Ñuble, Chile. Afincado de corazón en la localidad de Ninhue, como autor ha publicado El perfume de mi soledad (Santiago de Chile: Caballo de mar [s. f.]) y Cuentos y relatos del mundo rural (inédito, 2011). Es también cantautor y folclorista de larga trayectoria.
En el prólogo a Cuentos y relatos del mundo rural, Zenobio Saldivia M. (Santiago, enero de 2011) comenta:

[…] el autor nos muestra situaciones de la vida, experiencias personales e instantes mágicos de vivencias que asumen los personajes. Es imposible no identificarse como lector con muchas de las situaciones de algunas de sus expresiones narrativas. En rigor, el autor logra traer a presencia una sensibilidad guardada que no es frecuente percibir a diario. En efecto, en sus cuentos El entierro y La Apuesta la emoción del miedo se hace presente con fuerza, nublando la toma de decisiones de los personajes. Descripciones minuciosas del entorno y lo inmediato se entronizan como eje central. En fin, estos cuentos, de un matiz claro, directo, sencillo y sin tapujos, ilustran el lado oculto de los seres humanos, aquello que no queremos reconocer muy a menudo: la sensibilidad para captar lo invisible ante los ojos, lo esencial, aquello delicado que el ser humano posee, pero que no nos es fácil apreciar.
Aquí, en estas páginas, el autor nos muestra una entrada a ese mundo, a la sensibilidad que encubrimos a diario que es también el recuerdo de un pasado que arrastramos en silencio. Hay, además, una clara vivencia de lo costumbrista y lo rural que el autor rescata adecuadamente; ora en las descripciones acotadas, ora en los recuerdos emocionados. Se trata de las vivencias de hombre modesto con capacidad de goce estético, con una mirada hacia lo alto, hacia la búsqueda de la belleza.