ORFANDAD DE LAS COSAS
Cuando mi padre murió, quedó huérfana
una porción del mundo: su bastón,
un reloj, los anteojos, sus zapatos,
un perfume y los pequeños papeles
escritos con su letra, las camisas.
De seguro las cosas
no saben que es un hábito del hombre
el morir, ese instante entre un latido,
un dolor y la nada. Los objetos
no son en sí: tan solo pertenecen.
Piedad por lo que existe en ignorancia,
por lo que vida y lenguaje desgastan
con su esmeril… Ahora que me ciño
a la muñeca el reloj de mi padre
el día corre igual pero sin él,
ya exiliado del tiempo; sus zapatos
van de prisa, su ropa se agiganta;
y en el gesto piadoso
de usar en adopción sus pertenencias
hay amor y también aceptación:
así se abrevian las horas, los pasos
entre su ausencia y mi propio morir.
ALGUNOS LIRIOS
Esta mañana en tránsito
de ciudad en ciudad, bajo la lluvia
que siempre obliga a pensar en los muertos…
No sé si es tristeza por el tiempo
que corrió imperceptible, si es asombro
de comprobar que hasta hoy sobrevivimos…
Si he plantado a pura vida en mi casa
unas varas de lirios amarillos
que esa vez arrancamos del arroyo.
Qué lejano me resulta aquel día,
su sol y el agua esta turbia jornada…
Soy el mismo y soy otro al que la fresa
de la peste pulió de vanidad.
Hoy en la tierra extraña del jardín
se multiplican lozanos los lirios
pero no el padre ausente ni el amigo
incapaces de aguantar la inclemencia…
No alberga mi alma reproche, amor mío,
sino más bien una oscura certeza:
la del agua que lenta se escurría
hacia el río mayor; y en sus orillas,
vos y yo, la alegría, algunos lirios.
LAS RANAS
Dos o tres noches croaron las ranas
como nunca lo habían hecho. La sequía
fue dura este verano y con las lluvias
volvió de pronto ese canto, ese rito
de apareamiento al borde de las zanjas
que descienden sin nombre hasta el arroyo.
No el hueco transcurrir, sino la vida
nos ha vuelto de a poco fraternales…
Cuántas veces también sentimos dentro
nosotros el rigor del estiaje, la lengua
seca a la palabra, mal predispuestos
en materia y espíritu al amor…
Así las ranas sin saberlo, hasta que llegan
las tormentas nocturnas, el rugido
de la creciente, el desbordar de las cisternas.
Y entonces vos y yo tratando de imitarlas
en el canto y la cópula, en la pobre
alegría del agua… Cuántas veces…
Tres noches a lo sumo en que buscamos
sumarnos a su música y su amor:
acaso esas dos simples contingencias
con que se expande el mundo al infinito.
WHEN I WAS YOUNG
Llega el recuerdo con el olor del verano:
sin pausa la besaba, dos pavesas
contra una tapia umbría, con pasión
de un cuerpo hacía poco adolescente.
¿Qué fue de aquel que fui, al que tan solo
en la débil memoria reconozco?
— When I was young… Yo no sabía entonces
si darle mi vida a Dios o a su carne
que me llamaba de antiguas orillas.
— All by myself —sonaba melancólico
en la radio del taxi del regreso
y desde entonces me sigue por siempre.
Ignoro si me amaba y hoy no puedo
buscarla y preguntarle. Pero a veces
vuelvo al muro, a la música, al ardor
entre el bochorno estival. ¿Qué los trae
cada tanto hasta mí? ¿Por qué razón
los recuerdo y acaso los extraño?
— All by myself … Un amor borrascoso,
obsceno como una flor de verano.
Y aquel cielo de madrugada dando formas
a esas nubes, a esas nubes grandiosas.
DONDE FUE EL PARAÍSO
En la persiana de un cuarto de hotel
sin estrellas ni prosapia, en el centro
de una ciudad marítima,
he visto expuestas palabras de amor:
frases con nombres, lugares y fechas,
escritas y sobrescritas, verano
tras verano, por múltiples amantes
que hallaron en esa pieza una exigua
tregua de felicidad. Y también
en el cajón de la mesa de noche,
por debajo de un Nuevo Testamento,
con cándidos errores ortográficos.
No sorprende el amor sino su ausencia
—la abstinencia de pasión que carcome
como fungosidad del alma—,
no sorprende el amor, pero tal vez
el constatar su presencia en lugares
de sábanas raídas y humedad;
que en un cuarto de hotel de mala historia
al que entramos a hacer noche en un viaje
otros hayan dejado testimonio
que algún verano fue allí el Paraíso.
MORIR ES ALGO ASÍ PERO SIN AGUA
Uno para a dormir en algún pueblo
o en una casa extraña. Siente ahogo
y se despierta en medio de la noche
rodeado de otras sombras, de opresiones
que no son las habituales. Se escucha
el gorgoteo de una espita, los autos
que vuelven de una fiesta o van en busca
de cierto amor prohibido; y el zumbar
de los mosquitos o el canto de un gallo.
Todo es como en la infancia. Pero ahora
se está a solas y de golpe envejecido,
se calculan las horas para el alba
y los años improbables que restan
por vivir. Cuántos veranos aún:
quizás veinte, con suerte veinticinco
o en el peor de los casos, dos o tres.
Morir es algo así pero sin agua
sonando en las cisternas, sin un gallo
que anuncie la mañana: estar en sombras
boca arriba en la cama de un hotel,
sin palabras ni día que amanezca,
con todo el infinito sobre el pecho.
LA ENFERMEDAD DE LAS COSAS
Hace meses que el reloj de pared
marca cualquier hora. Va con paso cambiado,
como un conscripto en los primeros días
de instrucción. A veces también las cosas
enferman de fatiga, de quién sabe
qué mal desconocido. O quizá se niegan
a cumplir un mandato que repudian.
En otras ocasiones a nosotros
nos invade un agobio parecido.
Y pasan tardes y noches enteras
huérfanas de sustancia, vacías, en blanco.
Los monótonos juegos que en la playa
ejecutan los niños, el desgarbo
con que una adolescente viene y va,
la cantilena del agua o la canción
que una y mil veces se repite… Y es que acaso
hay días y hay semanas en que al mundo
vemos descascararse sin sentido.
Y entonces la fatiga del reloj,
la enfermedad de las cosas, la herrumbre
de toda fe, el desgano del cuerpo
que no pidió nacer, que aborrece morir.