La diosa del desierto
Fueron tus labios y tu acento,
la llave mágica
que abrió aquel mundo
de cálidas sorpresas.
Tus ojos de miel de mil abejas,
apartaron el temor
de mi alma huérfana,
de mi alma herida
y pintaron mi corazón
con rojos gránulos de pasión.
Y luego…. bajo el sol de diciembre
cuajado de fantasías nuevas,
tu corazón solitario y cálido
siguió la huella
de mi trémula pasión.
Días de fuego desde entonces,
sol de sábanas abrasador,
caricias de amor galopante
caricias de amor delirante.
Mujer de Horus,
mujer de la avispa en la cintura,
mujer de las caderas simétricas,
maestra de secretos femeninos ancestrales,
diosa del cuerpo sediento del desierto.
En tus ojos bailan las pirámides,
en tus sienes reposa una corona de oro y lapislázuli,
con una sierpe erguida.
En tus pies, pululan caminantes
olvidados por el tiempo y el polvo.
El Egipto de sol y oro,
de brillo y esplendor,
se quedó dormido mil años
en tu cuello perfecto,
sin zozobra en tu claustro,
brillando en tu cabello
y esperando el anochecer titilante,
de miles universos azules.
¿Dónde estará?
Hace algunos años conocí a una mujer.
De estatura media, blanca, delicada.
Tenía un brote, joven entre niño y adolescente.
Y un pasado de claustro y silencio,
algo de misterio, de penas o de alegrías
salía de su verbo y su voz.
Ella sonreía con facilidad y se concentraba,
con mis modestas explicaciones sobre la vida,
sobre la historia y los libros.
Me miraba y sus ojos brillaban.
Hablaba de trabajo, de cuidados paternos,
de reuniones de colegios, de leños secos
que se encienden y hacen hogueras
con otros leños secos.
De mariposas que giran en su vientre,
de encuentros con hombres de fe,
de misiones en el mundo austral,
de médicos en el cielo,
de energías infinitas
que cubren el universo entero.
¿Dónde estará aquella hermosa mujer?