América de la identidad perdida,
América de Colón Cristóbal,
áncora de carabelas del siglo quince.
Lugar de la esperanza morena,
universo de piélagos de esmeralda.
En el atardecer de Los Andes
el cóndor parte en dos tus aromas locales.
Tu olor a mangos y a guayabas
penetra en la tierra
húmeda del cafeto aclimatado.
América del diluvio universal,
eres un destino en construcción.
En tus tórridas selvas olvidadas
guardas un baile de caudillos en la sabana
y una presencia del verde obligada.
Tus cielos de guacamayos y tricahues
vigilan el desfile mesurado
de coleópteros y carpinchos laboriosos.
Tus hombres de español heredado
atrapados en la fe de las catedrales,
en la ilusión de las misiones,
perdieron sus dioses locales.
Zona de cruces y espadas esparcidas,
¿América, quién eres?
América del trópico bullicioso,
América del Machu Picchu silencioso.
En quinientos años has amado
con la loca pasión de tus venas,
pero sin dejar de mirar a España.
Ahora… en cómodos tours de cinco estrellas
presentas al llanero, al charro o al gaucho
y muestras la picardía de la zamba;
pero lo que no muestras, América,
es tu propio camino olvidado,
tu camino no desvelado.
¿Quién pone el espejo
donde mirar tus llagas?
¿Dónde mirar tus hazañas?
¿América, quién eres?
Hijas de la vieja Pachamama
lucen hoy nueva vena facial:
piel canela con blusa blanca
y corbata empresarial.
Tus mujeres han cambiado el mantón
por la falda sintética comercial.
Pero todavía tienes campos, América,
todavía los velos abigarrados
abrazan tus trenzas de adolescente
y la peonada aún masca el chagual.
América de los picos nevados,
retoma el soplo que se escapó en la aurora
con el grito jubiloso de Triana.
Busca en tu pecho de bosques centenarios
tu firme corazón bien redondo,
como aquella vez que te erguiste
toda unida de rubíes,
luego de la visita secular
de los hombres barbados.
Dioses de bronce con ojos de esmeralda
vigilan tus montañas
por siglos de metralla.
Rosas rojas tapizaron tus valles
que se regaron con la sangre azteca,
con la sangre inca,
con la sangre araucana.
Yo, apretado a tus caderas brasileñas,
embriagado por el amor de tu vientre moreno
y eternamente ocupado en cortar el maíz
de tu ombligo ecuatoriano,
no tuve tiempo de defenderte,
¡América!
Los hombres de hierro y coraza,
dominadores del rayo,
cuajaron mis ansias de unidad,
cortaron mis brazos,
mutilaron mi cuerpo
y pusieron su simiente
en mis hijas de moreno rostro,
¡América!
En la lluvia de Macondo,
en la génesis del mundo,
en el arroyo que canta,
en el verbo de la esperanza
en mis hijas dormidas,
en las bibliotecas de terciopelo
y en las anchas alamedas
de verde violentado;
aún te busco, América.
Yo, confundido con el trueno
de la artillería hispana,
lacerado cien mil veces
mi cuerpo de indio,
en mis pies de trigo verde
me he levantado para defenderte,
¡América!
Corto con el inca bronceado
las moles que truenan
y caen los de pecho erguido
e hirsutas canas.
Abro la puerta de la independencia
y la espiga se desgrana.
América,
¿por qué miras con ojos de luna?
¿Por qué sueñas con yelmos dorados?
Un pedazo de cielo te pertenece
y una cultura te clama.
¡América!
Toma mis manos de centeno
y llama a tus hijos del canelo y del maíz.
Salta la cultura de artificios,
matiza tus etnias
y cuida la candela de mi utopía.
Pon en guardia a tus pumas cordilleranos,
hincha tus venas de estaño
y arriesga tu corazón ecuatoriano.
Con tu respiración de trueno,
con tus pulmones de cobre,
inhala el universo entero,
¡América!
Inédito. Poema del libro Del amor y de América [s. ed.].