RESUMEN
El tema investigado en el presente trabajo corresponde a la esfera de la Historia del Derecho chileno y comparado, pues trata de la génesis, desarrollo y discusión acerca de una herramienta normativa jurídica conocida como Decretos con Fuerza de Ley (D. F. L. o DFL, desde ahora en adelante). Tal herramienta es lo que se conoce como legislación delegada, pues se aparta de la legislación común, que pasa en tiempos de normalidad constitucional por la iniciativa (sea mensaje o moción) para luego ser discutida por las Cámaras del Congreso Nacional y, finalmente, promulgada por el presidente de la república y publicada en el Diario Oficial. Sobre el peso o volumen de los Decretos con Fuerza de Ley y su análisis histórico existen estudios jurídicos, pero no de carácter histórico-jurídico, que se refieran a un análisis político e institucional temporal, salvo algunas referencias puntuales. De tal manera, el trabajo que presento trata una cuestión escasamente abordada. La hipótesis que aventuro debe ser revisada y criticada por aquellos que continúen esta línea de investigación. El enunciado probabilístico de trabajo apunta a que en los sistemas políticos de gobierno presidencialista y, más aún, en aquellos denominados de Cesarismo representativo, los Decretos con Fuerza le Ley resultan herramientas preponderantes que miden la fortaleza del poder Ejecutivo, su carácter técnico y, al mismo tiempo, se erigen como medios eficaces para responder con celeridad a situaciones de crisis política y legislativa; y, en algunos casos, expresan el carácter populista del régimen.
ABSTRACT
The subject investigated in the present work corresponds to the sphere of the History of Chilean and comparative Law, since it deals with the genesis, development and discussion about a «legal normative tool», known as Decrees with Force of Law (D.F.L. or DFL henceforth). Such a tool is what is known as «delegated legislation», since it departs from common legislation, which passes in times of constitutional normality through the initiative (whether message or motion) to be later discussed by the Chambers of the National Congress, and finally promulgated by the President of the Republic and published in the Official Gazette. Regarding the weight or volume of the Decrees with the Force of Law and their historical analysis, there are legal studies, but not of a historical-legal nature, which refers to a temporary political and institutional analysis, except for some specific references. In such a way, the work that I present deals with an issue that has hardly been addressed; and the hypothesis that I venture should be reviewed and criticized by those who continue this line of research. The probabilistic statement of work points out that, in political systems of presidential government and even more so, in those called «representative Caesarism», Decrees with the Force of Law are a preponderant tool that measures the strength of the executive, its technical and at the same time, they stand as an effective means to respond quickly to situations of «political and legislative crisis»; and in some cases they express the populist character of the Regime.
ALGUNAS NOCIONES PREVIAS
Para quienes no estén familiarizados con el derecho como ordenamiento jurídico, el conjunto de normas que lo componen (normas jurídicas) puede ser graficado como una pirámide, situando en la cúspide a la Constitución Política o Norma fundamental, en cuanto esta preside y condiciona todas las demás normas de esta naturaleza, bajo ella, se sitúan otras normas de carácter general (pues la Constitución de la República es la más general de todas, en cuanto a la indeterminación de casos que hipotéticamente trata), que se conocen con la nomenclatura común o categoría de Leyes; que en un tercer peldaño descendente son complementadas por los Reglamentos contenidos en los Decretos Supremos, dictados por el presidente de la república o por orden de este, en cuyo caso llevan la firma de un ministro con la frase que he consignado.
Lo descrito anteriormente es la representación jerárquica del ordenamiento jurídico chileno, situándose a continuación en un cuarto peldaño inferior un conjunto de normas de carácter más particular (en cuanto tratan casos específicos) que constituyen una maraña de decretos, circulares, instrucciones, ordenanzas, entre otras disposiciones de naturaleza administrativa. En el último escalón encontramos el reino de lo particular; es decir, fuentes normativas que rigen casos específicos, tales como sentencias judiciales, resoluciones de órganos administrativos que ejercen algún tipo de jurisdicción, y una serie de actos jurídicos en los que las personas singulares de manera autónoma crean reglas con cierto grado de obligatoriedad, tales como convenciones, contratos y testamentos.
Algunos expertos prefieren invertir la pirámide, dejando a la Constitución Política o Carta fundamental en la base, para recalcar el carácter de angular de tan importante norma jurídica, la que es catalogada como norma jurídica fundante.
Toda norma jurídica, como regla de conducta, reúne ciertos requisitos, que en su conjunto la diferencian de otros órdenes normativos, siendo estas características: a) la externalidad (en cuanto regula conductas positivas o negativas; es decir, acciones u omisiones) y no pensamientos, que preliminarmente no interesan al Derecho; b) su carácter social, puesto que la regulación tiene que ver con conductas en sociedad; es decir, para con otro u otros; c) la heteronomía, en cuanto a que el proceso de creación y la sujeción de los sujetos imperados proviene de alguien externo a ellos, a quien genéricamente denominamos autoridad (presidente, monarca, asambleas legislativas, Congresos, ministros, jefes de servicio, tribunales, etc.), excepcionalmente, y tal como indicamos unos párrafos anteriores, existen normas jurídicas autónomas, en cuya creación participan los propios sujetos imperados, cuyo ejemplo más notorio es el de las convenciones y contratos; d) otra característica es la bilateralidad, en cuanto a que la conducta establecida por la norma puede ser reclamada por otros, a través de conminaciones, denuncias y acciones; e) quizás la característica determinante de las normas jurídicas es su obligatoriedad, que se expresa de varias maneras, entre ellas el modo en que están redactadas, que es imperativo (mandatos y prohibiciones), que no deja lugar a dudas en cuanto a lo que se requiere de los destinatarios de la norma, también la obligatoriedad se encuentra conectada con la amenaza que muchas normas contienen y que nos conecta con otra de las características; es decir e) la coercibilidad, que es la posibilidad que la acción u omisión requerida por el derecho puede ser cumplida contra la voluntad del sujeto, a través de la aplicación de la sanción, herramienta propia de este orden normativo y que consiste en la privación o suspensión de un derecho del infractor (por ejemplo, parte del patrimonio o propiedad, como acontece con las multas y confiscaciones, o pérdida temporal o definitiva de la libertad personal, como sucede con la prisión y reclusión, o restricciones a la libertad de movimiento, producidas por la relegación y el extrañamiento (exilio) y otras, que afectan otros derechos). La sanción implica la aplicación de la fuerza social o estatal contra quienes desobedecen al derecho, aplicando así la máxima weberiana, que el Estado es la coacción legítima y específica. Es la fuerza bruta legitimada como última ratio, que mantiene el monopolio de la violencia.
De tal manera, el Derecho comparece ante nosotros como un ordenamiento normativo categórico, que deja teóricamente pocos márgenes para la relatividad discrecional, salvo que la misma norma lo permita, aunque muchas veces la realidad nos muestre un panorama diverso.
Este trabajo se centrará en el nivel legal de la denominada pirámide normativa de nuestro país (que es homologable a otros sistemas presidencialistas de la Región), considerando la simplificación de los cinco peldaños descritos previamente en tres niveles, a saber: nivel supra legal, donde se ubica la Constitución Política; nivel legal, que es en donde propiamente se encuentra la ley en sus diversos tipos o categorías; y finalmente el nivel sublegal, donde situamos a las demás normas (reglamentos, Decretos Supremos, decretos simples, ordenanzas, circulares, instrucciones y demás normas administrativas, junto con las de carácter eminentemente particular).
EL NIVEL LEGAL Y SU TIPOLOGÍA
Según Andrés Bello, en su monumental obra del Código Civil, promulgado en 1855: “La ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”.
Esta definición ha sido alabada y criticada por la doctrina, para algunos es magistral y para otros demasiado teleológica, por cuanto se centra en el objeto de toda norma jurídica, que es mandar o prohibir (los críticos señalan que lo de permitir es innecesario). Por mi parte, estimo que el célebre jurista venezolano-chileno olvida el carácter general o de indeterminación casuística de la ley, que la coloca bajo la Constitución Política. Por ello, como muchos, recurro a la definición de Marcel Planiol, expresada en su “Tratado elemental de Derecho Civil”, quien indica que la ley es una “regla social obligatoria, establecida en forma permanente por la autoridad pública y sancionada por la fuerza”.
La generalidad o abstracción implica su impersonalidad, en cuanto no se dirige a un sujeto determinado (salvo a aquellas que otorgan la nacionalidad por gracia o una pensión o asignación con dineros públicos a un sujeto). En los demás, comparte los atributos de las normas jurídicas (carácter externo, social, heterónoma, bilateral, obligatoria y coercible).
Desde el punto de vista teórico, la Ley fue el eje sobre el cual se formuló la conocida Teoría clásica de división de poderes, anticipada por John Locke y consagrada por Charles Secondat, barón de Montesquieu en su obra El espíritu del Derecho (1748). El carácter general y obligatorio, junto con la posibilidad de la aplicación de la sanción, llamó la atención de los preilustrados e iluministas dedicados a la filosofía política; tanto es así, que Montesquieu propuso su Paradigma de Separación de poderes a partir de esta referencia, al especificar el poder Legislativo (que crea la Ley), el Ejecutivo (que hace cumplir y, por tanto, ejecuta la Ley); y el Poder Judicial (que mediante la aplicación de la Ley y otras normas jurídicas dirime las diferencias o conflictos al interior de la sociedad y castiga las conductas ilícitas, es decir aquellas que la Ley establece como impropias socialmente).
Es preciso señalar que la separación absoluta de poderes públicos, propuesta por Montesquieu, evolucionó hacia un “sistema de equilibrio y control de los poderes” (Check and balance) consagrado en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica (1789) y que actualmente ha mutado a un sistema donde la separación absoluta es relativa, que se denomina Sistema de colaboración de poderes, ya anticipado por Montesquieu, cuando en una parte de su obra ya citada, indica:
He aquí, pues, la constitución fundamental del Gobierno al que nos referimos: el cuerpo legislativo está compuesto de dos partes, cada una de las cuales tendrá sujeta a la otra por su mutua facultad de impedir, y ambas estarán frenadas por el poder ejecutivo que lo estará a su vez por el legislativo. Los tres poderes permanecerán así en reposo o inacción, pero, como por el movimiento necesario de las cosas están obligados a moverse, se verán forzados a hacerlo de común acuerdo (Montesquieu, 1748, p. 210).
Esta sinergia política constitucional, denominada Colaboración de Poderes, ha dominado en gran parte del siglo XX y la centuria actual para efectos del funcionamiento institucional de los estados contemporáneos, imprimiendo mayor dinamismo normativo, que responda a las necesidades sociales, económicas y políticas en determinados períodos o momentos.
El nivel legal se encuentra compuesto por distintos tipos de normas, que comparten el grado de abstracción, impersonalidad y generalidad de la Ley, entre ellas los Decretos Leyes y los Decretos con Fuerza de Ley. Los primeros corresponden a los más irregulares, pues son dictados por una autoridad que ha usurpado las atribuciones del Poder Legislativo, sin que exista el acto de delegación, que es lo que caracteriza a los Decretos con Fuerza de Ley. Desde el punto de vista de la regularidad constitucional, los Decretos Leyes son los más alejados de la normalidad institucional, pues son normas dictadas en momentos de quiebre político; sin embargo, pese a que doctrinariamente y formalmente son inconstitucionales, la fuerza de los hechos, el tiempo de vigencia o bien normas constitucionales transitorias posteriores los validan, imponiéndose en el campo normativo, así, por ejemplo, tras el último quiebre constitucional en nuestro país, se dictaron, entre 1973 y 1981, 3.660 Decretos Leyes (el último el 4 de abril de 1981, que renovó las facultades concedidas al presidente de la República por el artículo 2° transitorio del DL 3.274, que le permitía fijas las plantas de funcionarios del Ministerio de Bienes Nacionales); permaneciendo aún vigentes los que regulan el Impuesto a la Renta (DL 824), el Impuesto a las Ventas y Servicios (DL 825), el Código Tributario (DL 830), el que establece el sistema de pensiones y crea las AFP (DL 3500), entre otros1.
Por otra parte, otra clasificación más reciente distingue, dentro de las leyes regulares, de acuerdo con los quorum o mayorías exigidos para su aprobación en las Cámaras, entre Leyes de quorum simple, que exigen el 50% más uno de los diputados asistentes a la sesión en que se aprueban (respetando la asistencia mínima exigida por los reglamentos de funcionamientos de las Cámaras) y leyes de quorum calificado, que exigen ciertas mayorías especiales que la propia Constitución Política establece, donde se encuentran aquellas que interpretan preceptos constitucionales; leyes que reformen la constitución y leyes orgánicas constitucionales (que tratan materias que la propia Carta fundamental señala y que por su importancia requieren un consenso de mayor envergadura dentro del Poder Legislativo).
Los Decretos con Fuerza de Ley, históricamente, se encuentran en una categoría intermedia entre la legislación regular, compuesta por las Leyes comunes descritas en el párrafo anterior y que se corresponden con la definición del Código Civil y Marcel Planiol, y los Decretos Leyes, que por sus características formales y apartamiento del marco constitucional se denominan doctrinariamente como legislación irregular.
Nos centraremos en los Decretos con Fuerza de Ley (DFL), analizando sus antecedentes históricos, el régimen constitucional que los rigió en la anterior Constitución y en la actual; intentando demostrar nuestra hipótesis referida a su dictación y la ocurrencia de situaciones de crisis política e institucional o emergencias legislativas en el período que va desde 1833 a 1969, con vigencia de dos Constituciones Políticas, consignando que en este último año se dictó la ley que validó finalmente la figura de la legislación delegada en la Constitución obra de Arturo Alessandri Palma.
ANTECEDENTES HISTÓRICOS NACIONALES Y COMPARADOS
La aparición de la denominada Legislación delegada, representada por los Decretos con Fuerza de Ley, la encontramos en el naciente constitucionalismo, que bebe indirectamente de la doctrina política liberal-ilustrada. Así, la Constitución francesa de 1848 permite crípticamente la dictación de Reglamentos de administración con rango de ley por parte del Poder Ejecutivo. Unos años antes, en la España bajo el reinado de Isabel II, por Ley de enero de 1845, se permitió al Gobierno dictar Leyes que regularan la organización y atribuciones de las entidades territoriales, rompiendo la doctrina clásica de separación de poderes. En Italia, bajo el período de Unificación, dada la situación de emergencia y guerra, se dictó la Ley de plenos poderes, que permitía al Ejecutivo dictar normas con rango de ley para enfrentar las complejas situaciones; más tarde, en el mismo reino, se autorizó la delegación para la dictación de códigos que rigieran determinadas materias. Lo mismo ocurrió en España, entre los años 1865 y 1888, donde se empleó la figura de la delegación para dictar la Ley de Obras Públicas, de Carreteras, de Puertos, de Aguas, el Código de Enjuiciamiento Civil, de Enjuiciamiento Criminal y el Código Civil de 1889.
Según el profesor Eduardo Cordero Quinzacara, en Alemania y el Reino Unido no se recurrió a la legislación delegada, sino a la dictación de reglamentos por parte del Poder Ejecutivo en manos de primeros ministros y cancilleres, normas que se subordinaban a la Ley y solo en casos excepcionales podían tener fuerza de ley.
De tal manera, podemos concluir que el patrón de dictación de la legislación delegada y Decretos con rango de Ley, corresponde a situaciones de emergencia, más usuales en el derecho continental europeo.
En los Estados Unidos las razones que han motivado el uso de la legislación delegada han sido las mismas que en los demás países, agravadas por el hecho de la concentración de materias en el Poder Legislativo o Congreso de la Unión, lo que se traduce a la larga en la imposibilidad material y técnica de atender por sí solo la enorme y complicada variedad de normas, por demás constantemente cambiantes, según la dinámica de una sociedad industrial y moderna, que ejerce un rol preponderante en el concierto mundial.
La injerencia en Norteamérica del Ejecutivo en el Legislativo, impulsada fundamentalmente en los momentos críticos de su historia, como en la década de 1930, durante la Gran Depresión, y a comienzos de la década siguiente, su participación en la Segunda Guerra Mundial; o, incluso, más recientemente, con las medidas tomadas por el presidente Nixon en agosto de 1971 para salvar la crisis económica del país derivada del alza de los precios del barril de Petróleo por la OPEP, debieron vencerse innumerables obstáculos, recurriendo a las denominadas órdenes ejecutivas, que han ido imponiéndose en el panorama normativo de los Estados Unidos, aunque su alcance aún es limitado.
En nuestro país, la denominación de legislación delegada para referirse a los Decretos con Fuerza de Ley, recién adquiere plena exactitud institucional con la dictación de la Constitución de 1980, pues antes, bajo el imperio de la Constitución Política de 1925 era bastante discutible su procedencia.
Nos avocaremos a lo netamente histórico más que a lo jurídico, con el objetivo de demostrar cómo la herramienta de la legislación delegada a través de los Decretos con Fuerza de Ley, ya sea por la vía jurídica o por la de facto, ha sido utilizada como medio eficaz para gobernar en situaciones de crisis política o en las que se requieren soluciones normativas rápidas y eficaces para responder a las necesidades y demandas sociales.
Si hacemos un breve recuento temporal desde los albores de la república, encontramos atisbos de la legislación delegada en la Constitución O´higginiana de 1822, que establecía en el Capítulo II, artículo 121, referido a las facultades y límites del Poder Ejecutivo que “en un peligro inminente del Estado, que expida providencias muy prontas, el Poder Legislativo podrá concederle facultades extraordinarias por el tiempo que dure la necesidad, sin que por ningún motivo haya la menor prórroga”.
La Constitución moralista de 1823 (de corta vida), consideraba en el artículo 18, n.° 9, que el Director Supremo, “en un ataque exterior o conmoción interior imprevistos, puede dictar providencias hostiles o defensivas de urgencia, pero consultando inmediatamente al Senado”.
La Constitución de 1833, el artículo 36 n.° 6, consideraba como atribución exclusiva del Congreso la de “autorizar al Presidente de la República para que use las facultades extraordinarias, debiendo siempre señalarse expresamente las facultades que se le conceden, y fijar el tiempo determinado a la duración de esta ley”.
En el contexto de la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, se permitió al Ejecutivo de José Joaquín Prieto, liderado por su ministro Diego Portales, dictar normas con rango de ley, las que continuaron vigentes incluso tras la finalización del conflicto, con la victoria chilena. Un conjunto importante de esta legislación delegada se conoció como Leyes Marianas, de gran trascendencia para la organización del sistema judicial chileno en el siglo XIX. Estas permitieron recusar e implicar jueces, tramitar juicios ejecutivos y recursos de nulidad, integrar las cortes, fundamentaciones de sentencias, subrogación y suplencia de los jueces, diezmos, expropiaciones, reglas de sucesión intestada, organización de la contabilidad fiscal y a la vez mejorar las condiciones humanitarias de las cárceles. Así, más de setenta (70) cuerpos legales de promulgaron desde el 1 de febrero de 1837 al 31 de mayo de 1839, en uso de la autorización concedida por el Congreso por Ley de 31 de enero de 1837. Esta señalaba:
El Congreso Nacional declara en estado de sitio el territorio de la República por el tiempo que dure la actual guerra con el Perú y queda, en consecuencia, autorizado el Presidente de la República para usar de todo el poder que en su prudencia hallare necesario para regir el Estado, sin otra limitación que la de no poder condenar por sí, ni aplicar penas, debiendo emanar estos actos de los tribunales establecidos o que en adelante estableciere el mismo Presidente.
En uso de las mismas facultades, de febrero a mayo de 1839 se dictó un conjunto de preceptos en diversas materias, que poco o nada tenían que ver con los poderes extraordinarios concedidos en virtud de la guerra que Chile sostenía contra los confederados en territorio peruano.
El profesor Alejandro Silva Bascuñán señala que el uso de esas facultades extraordinarias por parte del presidente de la República no fue pacífico, pues hubo […] oposición y crítica al sistema empleado y su práctica, pese al ascendiente del Ejecutivo, en esa época incontrarrestable, no se hicieron esperar. En agosto de 1837 el senador don Manuel José Gandarillas (uno de los redactores de la Constitución de 1833), que pocos años antes se había enfrentado a Mariano Egaña en su propósito de afirmar, mediante reglas copiadas (de otras Cartas fundamentales), la tendencia autoritaria del trazado constitucional, presentó una moción para que “se suspendieran todos los actos librados por el Presidente de la República con el nombre de leyes a virtud de las facultades concedidas […] hasta que sean revisadas, discutidas y acordadas constitucionalmente”. En junio de 1839 don Rafael Valentín Valdivieso, diputado que llegaría a ser pocos años más tarde Arzobispo de Santiago, propuso que la Cámara acordara que “las providencias del Poder Ejecutivo, en uso de las facultades concedidas por ley de 31 de enero de 1837, ha dictado, y las cuales, según la Constitución del Estado, debieran emanar del Poder Legislativo, para que produzcan efecto y se tengan por verdaderas leyes, deberán ser sometidas a la revisión y sanción del Congreso Nacional” (Silva Bascuñán, 1963, pp. 156-157).
Hay que hacer presente que la Constitución de 1833, que no experimentó en sus primeros 40 años de vigencia grandes modificaciones, contemplaba un Poder Ejecutivo fuerte que casi no tenía contrapesos del Poder Legislativo, representado por el Congreso Nacional de dos Cámaras, que contaba solamente con la herramienta de las Leyes periódicas para limitar el poder casi omnímodo del presidente de la República. Continuaron otorgándose, sin embargo, leyes de facultades especiales, con fecha 13 de septiembre de 1851, 15 de septiembre de 1852 (en el contexto de la Revolución de 1851, iniciada en Concepción y continuada en La Serena); 20 de enero y 1 de octubre de 1859 (con el alzamiento liberal en el norte, que culminó con las Batallas de Los Loros y Cerro Grande) y 23 de octubre de 1860 (en el contexto de la oposición a la candidatura de Antonio Varas, tras la cuestión del sacristán), concedidas todas en términos casi idénticos, pues se reducen a facultar el arresto o traslado de personas, el aumento de las plazas del Ejército, la inversión de caudales fuera del presupuesto y la remoción o destitución de empleados públicos (Silva Bascuñán, 1963, p. 157).
El Congreso también fue activo en la defensa de su potestad en materia de poderes extraordinarios presidenciales. Esta cuestión cruza la historia política chilena y, en el período que va entre 1833 a 1874, conserva cierta inercia del conflicto Ejecutivo-Legislativo previo a 1891. Para los parlamentarios era importante controlar las facultades extraordinarias del Presidente, en especial porque eran utilizadas contra sus adversarios políticos. Su empleo en actos legislativos era, simplemente, una de sus expresiones, y el interés del Ejecutivo en su uso fue más bien el control de la oposición y sus motines, y no la generación de normas jurídicas permanentes (Bronfman Vargas, 2019, p. 61).
Al final de la década de 1860 se realizaron importantes modificaciones, que cambiaron el equilibrio de poderes, marcando el tránsito a un sistema que conocemos como pseudo parlamentarismo, que se vio reforzado por las prácticas de la interpelación y voto de censura a los ministros de despacho. Entre las modificaciones que mermaron facultades al Poder Ejecutivo está la Ley de Reforma Constitucional de 24 de octubre de 1874, que suprimió definitivamente la posibilidad de que el Congreso Nacional pudiera delegar sus atribuciones legislativas en el presidente de la república, supresión que se mantuvo durante el resto de la vigencia de la Carta básica de 18332.
Durante la discusión del proyecto de Constitución de 1925, a propuesta del presidente Arturo Alessandri Palma, se puso en tabla “…establecer un artículo que permita al Congreso facultar al Presidente de la República para dictar ciertas leyes, con sujeción a las bases o normas generales que el mismo congreso fije…”. El argumento utilizado por Alessandri fue el derecho comparado, en especial el europeo, y el contar en nuestro país con una legislación armónica y bien estudiada, dado el número elevado de parlamentarios, que no siempre alcanzaban acuerdos para cumplir con tal propósito. La propuesta presidencial a la Comisión constituyente no encontró la acogida favorable de los representantes de la línea más conservadora, de los comisionados Luis Barros Borgoño, Guillermo Edwards Matte y Domingo Amunátegui, lo que incidió en su falta de aprobación e inclusión en el texto final del proyecto que se convirtió en la Constitución Política de la República de 19253.
Pese a la no inclusión de la figura de los decretos con Fuerza de Ley en el texto final de la Constitución de 1925, doctrinariamente algunos autores sostuvieron la procedencia de la delegación de las facultades legislativas a través de los Decretos con Fuerza de Ley, empleando criterios de Derecho Privado bastante discutibles, extrapolando la figura del contrato de mandato4.
El profesor Mario Bernaschina argumentaba la convalidación, pues sostenía que la constitucionalidad de los Decretos con Fuerza de Ley “[…] no debe buscarse en el texto mismo de la Constitución, sino en las prácticas reiteradas del Congreso Nacional” (Bernaschina, 1951, pp. 78-79).
Otra justificación extraconstitucional para el empleo de los DFL, fue la argumentada por el ministro de Hacienda del Gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, en 1953, Juan Bautista Rossetti, al fundamentar el proyecto de ley que solicitaba facultades al Congreso Nacional (Ley 11.151, del 5 de febrero de ese año), para que el presidente de la república dictara Decretos con Fuerza de Ley. Según el ministro, no se solicitaba una delegación de facultades legislativas del Parlamento, sino una especie de ampliación de la potestad reglamentaria (que se expresa a través de Decretos Supremos), lo cual no era efectivo, sino un subterfugio retórico, pues igualmente se dictarían normas generales, impersonales y abstractas utilizando la figura de Decretos con Fuerza de Ley.
No obstante, gran parte de la doctrina se pronunciaba en contra de la delegación de las facultades legislativas por el Congreso, lo cual era abiertamente inconstitucional, ya que desde 1874 ningún texto de Derecho Público y menos la Constitución Política vigente, autorizaba tal delegación. Conforme al artículo 2° del texto fundamental de 1925, el Congreso es simple delegado de la Nación para el ejercicio de los actos que se les han encomendado, y mal puede, en consecuencia, sin autorización, delegar a su vez sus facultades, al hacerlo contraviene el artículo 4° de la misma Constitución, ya citado, no pudiendo aplicarse las disposiciones de la delegación del mandato civil –como pretende el profesor Iribarren– que pertenece a la órbita del derecho privado y que contraviene el denominado principio de juridicidad, piedra angular del derecho público.
Pese a esta discusión doctrinaria constitucional, al poco tiempo de dictada la Constitución de 1925, bajo el complejo Gobierno de Emiliano Figueroa Larraín se dictó una Ley delegatoria, el 25 de enero de 1927, bajo el número 4.113, complementada por la Ley 4.156, del 5 de agosto del mismo año, se otorgaron amplias atribuciones al presidente de la República en momentos que el poder efectivo se desplazaba al coronel Carlos Ibáñez del Campo, quien ocupaba la Vicepresidencia; con la cual se reorganizaron por decreto distintos órganos públicos, como el Ministerio del Interior, las Intendencias, Gobernaciones, el Registro Electoral, la Dirección General de Servicios Eléctricos, la Dirección de Aprovisionamiento del Estado, el Registro Civil y otros servicios de la administración del Estado5.
El mismo Congreso de 1926-1930 volvió a otorgar su confianza al presidente Carlos Ibáñez del Campo, al cursar la Ley 4.795, del 22 de septiembre de 1930. Sustancialmente le autorizó, dentro del plazo de seis meses, para dictar definitivamente un Estatuto Administrativo, para cuyo efecto podría modificar la reorganización, planta y remuneración y los beneficios del personal de la Administración Pública (Silva Bascuñán, 1963, pp. 159-160).
La mayor envergadura de delegación de facultades legislativas se concreta por el Congreso Termal de 1930, impulsado durante el primer Gobierno de Carlos Ibáñez del Campo, a través de la Ley 4.945, del 6 de febrero de 1931, que autorizó «al Presidente de la República, hasta el 21 de mayo del presente año (1930), para dictar todas las disposiciones legales de carácter administrativo o económico que exija la buena marcha del Estado», como determinaba su artículo 1°. Sobre la base de tal delegación se dictaron numerosos decretos con fuerza de ley que modificaron leyes y códigos, se dictaron más de mil Decretos con Fuerza de Ley sobre las más variadas materias.
Por su sustancia, laconismo y amplitud, puede compararse esta ley a la que permitió la dictación de las Leyes Marianas, del 1 de enero de 1837, ya que no quedó materia legal que no alterara, y tan precipitada que sólo en el último día de su vigencia (el 20 de mayo de 1931) vino a publicarse en el Diario Oficial un cúmulo de normas, muchas de ellas extensas e importantes, entre ellas códigos cuyo articulado no se insertó.
En el segundo Gobierno de Arturo Alessandri (1932-1938) no se requirió ley delegatoria alguna que importara la transferencia de las facultades legislativas del Congreso. No olvidó su indicación para que se incluyera en la Constitución de 1925 un precepto que posibilitara tal especie de leyes y que fue rechazada por los comisionados del ala conservadora del liberalismo.
Pedro Aguirre Cerda, quien gobernó entre 1938 y 1941, tampoco solicitó facultades legislativas a través de una ley delegatoria, pese a la ocurrencia del funesto terremoto de Chillán el 23 de enero de 1939 y el proceso de reconstrucción que permitió iniciar la Industrialización Sustitutiva de Importaciones con la creación de la Corfo.
Luego, los presidentes Juan Antonio Ríos, Gabriel González Videla, Carlos Ibáñez del Campo y Jorge Alessandri Rodríguez obtuvieron del Congreso delegaciones de facultades legislativas en diversas materias6.
El mandatario Juan Antonio Ríos Morales, notorio por el autoritarismo empleado al final de su mandato, promulgó la Ley 7.200, publicada el 21 de julio de 1942, en medio de las dificultades económicas producidas por la Segunda Guerra Mundial en curso, que le concedió numerosas atribuciones; por ejemplo, reglamentar la acumulación de sueldos fiscales, semifiscales y jubilaciones (artículo 1); refundir o coordinar servicios públicos, instituciones fiscales o semifiscales que desempeñen funciones similares y fijar la dependencia de estos organismos de cada ministerio (artículo 5°); determinar la composición de los consejos encargados de la administración de las instituciones fiscales, semifiscales de administración autónoma (artículo 8); fijar y modificar las fechas de pago de los diversos impuestos y establecer los procedimientos administrativos que juzgue más adecuados a su expedita y correcta percepción (artículo 14).
La ley 7.747, del 24 de diciembre de 1943, otorgó al presidente nuevas facultades de carácter económico, como decretar la regulación o racionamiento de la importación, distribución y venta de mercaderías y materias primas que él declara esenciales; fijar precios de los artículos agropecuarios de producción nacional o importados, ordenar la continuación por cuenta del estado de actividades comerciales o industriales; elaborar un plan agrario fijando zonas de cultivo; estanco del trigo y su molienda.
En el Gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952), se promulgó la Ley 8.837, publicada el 22 de agosto de 1947, cuyo artículo 3 señala:
Autorizase al Presidente de la República para refundir, coordinar y reorganizar servicios públicos, instituciones fiscales y semifiscales y de administración autónoma y también fijar la dependencia de estos organismos de cada Ministerio.
Por la autorización contemplada en el inciso anterior, no podrán refundirse Cajas de Previsión con base en fondos de retiro individual.
Esta autorización no podrá ejercitarse respecto del Poder Judicial.
En ningún caso podrá aumentarse el total de los gastos de los servicios que se refunden, coordinan o se reorganizan.
Suspéndanse las disposiciones del Estatuto Administrativo que sean contrarias a las autorizaciones concedidas.
Los decretos que se dicten en virtud de este artículo deberán llevar la firma del ministro del ramo y de los Ministros de Hacienda y Economía y Comercio, tendrán la tramitación que corresponde a los Decretos Supremos y se publicarán en el Diario Oficial. Estos Decretos caducarán el 31 de diciembre de 1947, si antes de esa fecha no hubieren sido ratificados por ley.
Bajo la segunda presidencia de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958), en su afán reorganizador y refundacional de algunas instituciones, obtuvo que el Congreso despachara la Ley 11.151, publicada el 5 de febrero de 1953. La cual limita la amplitud de las facultades concedidas, señalando diversos plazos para ejercer las facultades concedidas, y señalando que no se podrán modificar las disposiciones tributarias existente, ni crear impuestos directos e indirectos, exceptuando a los Poderes Judicial, al Congreso Nacional, la Contraloría General de la República, las Universidades de Chile, Técnica del Estado y las demás reconocidas por el Estado, la Sociedad Constructora de Establecimientos Educacionales o la de Hospitales del uso de las facultades concedidas.
Respecto de las garantías formales, además de la reiterada exigencia para todos los decretos de la firma del ministro de Hacienda, les hace aplicable el trámite de toma de razón por la Contraloría General de la República, debiendo esta representar la inconstitucionalidad o ilegalidad de los Decretos, pudiendo el presidente de la República insistir en la toma de razón con la firma de todos los ministros7.
En el Gobierno de Jorge Alessandri Rodríguez (1958-1964), a los pocos meses de asumida la presidencia, se publicó la Ley 13.305, el 6 de abril de 1959, que contiene un numeroso articulado, entre los que se encuentran algunos párrafos que conceden al mandatario la autorización para dictar normas con rango legal8.
Es gracias a esa ley delegatoria y el uso de las facultades presidenciales para dictar normas con rango de Ley, que se dicta el conocido DFL 2 el 31 de julio del año 1959, que: “Fija normas para construir viviendas que reúnan los requisitos, características y condiciones que señala y las que determine el reglamento especial que dicte el Presidente de la República” y que detallo en una nota posterior.
En el Gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), bajo un creciente clima de polarización política e ideologización, se dictó la última Ley delegatoria extraconstitucional. La Ley 16.617, publicada en el Diario Oficial de 31 de enero de 1967, tiene un largo articulado, compuesto por 259 artículos permanentes y 3 transitorios y que otorga al presidente de la República amplias atribuciones, es especial en cuanto a la Reorganización de la Administración Pública y creación de Nuevos Servicios Públicos; así, por el DFL 2 del año 1969 se crea la Dirección del Trabajo, de gran trascendencia en lo referido a la fiscalización y protección de los derechos de los trabajadores9.
En cuanto a la impugnación jurisdiccional de esta práctica extraconstitucional, la Corte Suprema, requerida para un pronunciamiento sobre la validez de los Decretos con Fuerza de Ley dictados como consecuencia de una Ley delegatoria, evitó derechamente condenarlos y declarar la nulidad de estos, validando así, por omisión, esta práctica, que la mayoría de la doctrina jurídica estimaba inconstitucional. El máximo tribunal del país estimaba que era una materia que escapaba a sus atribuciones jurisdiccionales, al tratarse de hechos consecuencias de factores políticos o sociales que estaban al margen de lo estrictamente jurídico, por lo que no emitió una sentencia o resolución sobre el fondo de la cuestión10.
Entre 1925 y 1969 se dictaron más de 25 leyes delegatorias, haciéndose necesario regular esta institución de facto de los Decretos con Fuerza de Ley, con el objetivo de consagrarla expresamente y establecer sus límites. Así, recién la reforma constitucional contenida en la Ley 17.284, publicada en el Diario Oficial el 25 de enero de 1970, introdujo esta práctica a la Constitución de 1925, tras varios intentos legislativos, contenidos en mociones parlamentarias y mensajes presidenciales11.
La discusión del proyecto de Ley que culminó en la 17.284, tenía entre otros objetivos institucionalizar las leyes normativas, dentro de las cuales se entendía a las denominadas leyes delegatorias de las facultades legislativas del Congreso Nacional al presidente de la República. Se establecían ciertos límites; entre ellos, exceptuar ciertas materias de dicha delegación y que la ley delegatoria debía especificar las materias que se delegaban, con sujeción a ciertos principios y criterios rectores por emplear12.
La misma reforma constitucional creó el Tribunal Constitucional, entre cuyas competencias, reguladas por el artículo 78 b) de la Carta Fundamental de 1925 reformada en 1970, se encuentra la de resolver las cuestiones de constitucionalidad que se suscriben respecto de un Decreto con Fuerza de Ley (D.F.L.), cuestión que podría ser promovida por el presidente de la República cuando la Contraloría hubiere rechazado por inconstitucional un DFL, todo ello dentro del plazo de treinta días de la declaración de inconstitucionalidad de dicho DFL, o por cualquiera de las Cámaras o por más de un tercio de sus miembros en ejercicio, dentro del plazo de treinta días de la publicación del DFL en el Diario Oficial, cuando la Contraloría General de la República hubiere tomado razón del mismo y los parlamentarios lo consideren inconstitucional.
Curiosamente, bajo el Gobierno de la Unidad Popular, liderado por Salvador Allende, no se empleó la figura de la legislación delegada y no se dictaron, por tanto, DFL. Los denominados resquicios legales ideados por el abogado de Gobierno, Eduardo Novoa Monreal, que se indican como uno de los tantos antecedentes del quiebre constitucional se refieren a la utilización de normativa de rango legal, dictada bajo el República Socialista de 1932, en especial el Decreto Ley 520, utilizado para expropiar empresas que permanecían en paro u ocupadas por los trabajadores. El artículo 5° del mencionado Decreto Ley, permitía la expropiación de todo establecimiento industrial que permaneciera en receso.
Hoy, bajo el imperio discutible de la Carta Fundamental de 1980, la consagración de la legislación delegada y los Decretos con Fuerza de Ley aparecen expresamente en el artículo 64 de la Constitución Política, que señala materias de ley delegables y aquellas prohibidas de tal uso, además impone un límite temporal en cuanto al uso de las facultades legislativas entregadas, que no pueden exceder de un año contado desde la publicación de la ley delegatoria13.
Sin embargo, la regulación y práctica bajo el imperio de la Constitución de 1980, no es objeto de nuestro trabajo, constituyéndose así en una temática para un futuro trabajo comparativo, en el que debemos calibrar la procedencia de la hipótesis que hemos empleado en estas líneas.
LEGISLACIÓN DELEGADA Y JUSTIFICACIÓN
Se han esgrimido varias razones para explicar la procedencia de la legislación delegada y su utilidad desde el punto de vista de la técnica legislativa y normativa, más otros argumentos de naturaleza política que se avienen más con el análisis histórico.
El político radical, parlamentario y profesor universitario Valentín Letelier se refería a los denominados Decretos orgánicos para aludir a un tipo de Decreto presidencial que tiene por objetivo organizar servicios y dictar decretos que, en ciertas ocasiones, hacen las veces de ley, y que la ciencia (jurídica) italiana llama decretos-leyes (que no se corresponden con lo que para nosotros son los Decretos Leyes). Letelier parte de la base de que la potestad orgánica conviene más al régimen monárquico, donde hay concentración o centralización del poder (Letelier, 1917, p. 483).
Pese a su origen, manifiesta que no por eso las Constituciones republicanas pueden proscribirlas en absoluto.
Como quiera que las leyes jamás prevén todos los casos y sorpresas del porvenir, no podrían los gobiernos responder del orden y su pacífico desenvolvimiento si estuviesen reducidos a reglamentarlas y ejecutarlas. En la vida de los pueblos, día a días, surgen males y necesidades que el legislador no previó, cuyos remedios no admiten espera y ante los cuales no pueden los gobiernos cruzarse de brazos por falta de facultades sin faltar a sus deberes más elementales. En tales caos, las más celosas democracias le instan a obrar sin pararse en pelillos constitucionales. Con razón dijo Stein: “nunca hubo ni habrá jamás en el mundo, Estado que pueda sólo ser regido por leyes” (Letelier, 1917, p. 484).
De esta manera, Letelier se pronuncia tácitamente a favor de los Decretos con Fuerza de Ley y a su introducción en la Constituciones Políticas de diferentes países, estando el fundamento en un estado de necesidad que debe satisfacerse, incluso a riesgo de alterar el régimen constitucional, ya que podría imputarse por el contrario la falta de cumplimiento del deber de gobernar.
Otro argumento, que surge luego de la Primera Guerra Mundial, es consignar el hecho que los Congresos o Parlamentos tienen tiempos de receso, por lo que su funcionamiento no es permanente, pudiendo en el intertanto suceder situaciones imprevistas que requieren disposiciones legales urgentes. Entonces se hace necesaria la delegación de las facultades legislativas en manos del presidente de la República quien, asesorado por equipos técnicos, dicte normas con rango de ley que respondan adecuadamente a esas contingencias.
Si no existiere la autoridad investida de poderes suficientes para dictar disposiciones con fuerza de ley, podrán sobrevenir desórdenes graves en la marcha del Estado. Además, el presidente se encontraría en la disyuntiva de violar la Constitución, dictando preceptos con fuerza legal, o la respeta, arriesgándose a los trastornos ya indicados.
Una razón de mucha fuerza para fundamentar la dictación de Decretos con Fuerza de Ley, a la que comúnmente se recurre, se refiere al tecnicismo que requieren ciertas leyes, que requieren para su dictación equipos profesionales con los conocimientos necesarios para elaborar las normas de carácter general que se requieran. Equipos técnicos estables que se encuentran radicados en los ministerios y servicios públicos dependientes de estos14.
Los detractores de este razonamiento señalan que la función del Poder Ejecutivo, tal como lo pone en claro su nomenclatura, es ejecutar las leyes, por lo que facultarlo adicionalmente para legislar, lo transforma en un poder omnímodo que pone en peligro el Estado de Derecho y las prerrogativas fundamentales de las personas, por lo que, si la dictación de la Ley requiriera conocimientos técnicos, no se debe buscar la solución en la delegación, sino en proveer al Congreso o Poder Legislativo de personas con los conocimientos necesarios. En otros términos, debe procurarse que al Parlamento lleguen personas con la sapiencia necesaria para avocarse a elaborar dichas normas. Pero, además, se debe tener en cuenta que existen asesorías técnicas que son contratadas por el Senado y la Cámara de diputados, y que además las comisiones legislativas citan y escuchan a profesionales y peritos que cuentan con dichos conocimientos.
Desde el punto de vista político e histórico, la figura de la legislación delegada, tal como lo adelantamos, se liga estrechamente con el sistema de gobierno presidencial, pues no se aviene con los sistemas de gobierno parlamentario o semipresidencial, donde existe una presencia permanente del Poder Legislativo en el Ejecutivo, por la elección del jefe de Gobierno al interior del Parlamento, por lo que no aparece como un imperativo la delegación de facultades normativas generales en el Ejecutivo.
De tal manera, el presidencialismo con un ejecutivo monista y, tal como lo reseñamos preliminarmente al esbozar las posturas doctrinarias sobre la legislación delegada, utiliza esta herramienta normativa, por exigencias técnicas, temporales o por estado de necesidad. No obstante, algunos autores, señalan que, en los países latinoamericanos, se manifiesta una variante más intensa del presidencialismo, que los autores denominan cesarismo representativo o bonapartismo.
El cesarismo representativo, en efecto, es una forma de ejercicio y representación de la política, el poder y el gobierno centrada en la autoridad casi suprema de un líder civil o caudillo militar, al que se le atribuyen rasgos heroicos, capacidad personal y una gran vocación social. Este jefe militar o líder civil, que surge en momentos de inflexión o crisis de la política –como el que se vive a menudo en clave de desencanto democrático–, se presenta como una alternativa viable, y para algunos deseable, para regenerar al conjunto de la sociedad o conjurar reales o hipotéticas fracturas internas y/o amenazas externas.
La clave de la autoridad del gobernante no se encuentra exclusivamente, como podría suponerse, en la fuerza de las armas, sino radica también en la enorme legitimidad popular que goza su liderazgo de corte carismático, que posee un poder que, si bien no es ilimitado o arbitrario, pues debe respetar las instituciones y demás poderes del Estado, sometiéndose a los controles autónomos de los tribunales de justicia, órganos de fiscalización e incluso de carácter ciudadano, respondiendo por sus actos y garantizando las libertades públicas; ejerce, sin embargo, facultades exorbitantes que de alguna manera alteran el equilibrio de poderes clásico, al estarle permitido por ejemplo: obrar como poder colegislador, disolver bajo ciertos respectos la Cámara Política del Parlamento, gozar de iniciativa legislativa en determinadas materias (mensajes presidenciales), establecer urgencias para el Parlamento, controlando de esa manera la agenda legislativa, e incluso poder vetar proyectos de ley ya aprobados por el Congreso, y decretar estados de excepción constitucional con o sin la aprobación del Poder Legislativo, ante circunstancias extraordinarias de orden interno o externo.
Entre las facultades usuales de los gobiernos bonapartistas, está la denominada legislación delegada, por la cual el Poder Ejecutivo dicta por sí mismo normas de carácter general de rango o nivel legal, que en algunos casos se reviste de una justificación carismática o mesiánica, pues el gobernante, en algunos casos, se presenta como una figura que tiene claridad sobre lo que la sociedad requiere y qué medidas o soluciones adoptar, en desmedro de las Asambleas legislativas o Parlamentos, que son presentados como ineficientes o bien, ámbitos de negociación política que obstaculizan el bienestar del pueblo.
En síntesis, los regímenes presidenciales latinoamericanos intentan conciliar dos necesidades contradictorias: por un lado, la conducción política en manos de un Ejecutivo fuerte, dotado de amplias atribuciones; y, por otra parte, evitar la arbitrariedad y abuso del poder, a través de mecanismos de control y fiscalización.
CONCLUSIÓN
La herramienta normativa de los Decretos con Fuerza de Ley, reconocidos o no por las Constituciones Políticas de 1833 y 1925, derogada en 1874 y reactivada en 1970 por la Ley 17.284, no es considerada una institución normal dentro del sistema democrático, colocándose a la par con los estados de excepción constitucional y la clausura de la Cámara Política, o el uso del veto supresivo por el presidente de la república.
La circunstancia de que los órganos constitucionales puedan delegar en otros el ejercicio de una función que le es propia, afecta el principio de Separación de Poderes, aunque se encuentre relativizado hoy por el sistema de Colaboración de Poderes. En un sistema democrático se ha consagrado el postulado que las normas jurídicas generales sean el resultado del estudio, discusión y aprobación de órganos representativos de la ciudadanía. Se entiende que dichos órganos legislativos –Senado y Cámara de Diputados– son importantes, puesto que en ellos está radicada la facultad constitucional y política de decidir las normas generales, abstractas e impersonales que deben regir al país. La legislación delegada y su consecuencia de Decretos con Fuerza de Ley, traslada, por el contrario, esa facultad normativa a un órgano unipersonal –el presidente de la República–, que goza de idéntica medida de legitimidad que los parlamentarios, pero falla en el hecho de que no emplea los procedimientos de discusión e instancias de decisión colegiada que si existen en el Congreso Nacional.
Por las razones anteriores, los Decretos con Fuerza de Ley son una institución extraordinaria desde un doble puntos de vista; en primer lugar, el político, porque es una alteración del orden constitucional, una especie de entropía que rompe la sinergia del sistema, que se explica solo por situaciones de urgencia o emergencia. De alguna manera, el principio de controles y balances, que preludiaba la Constitución Política de los Estados Unidos, se ve seriamente alterado en los episodios delegatorios de 1837 y 1931, cuando se entregaron facultades exorbitantes al primer mandatario, pero para ser justos, en el resto de leyes delegatorias hay un uso prudente de las facultades concedidas al Ejecutivo.
Por otro lado, la institución es técnicamente excepcional, porque primeramente explica que la delegación de funciones legislativas soluciona una incapacidad técnica sustancial del Congreso Nacional para legislar adecuadamente. En este sentido, es común el argumento de que mediante los Decretos con Fuerza de Ley se regulan situaciones de alta complejidad que requieren prontas soluciones, motivo por el cual el Gobierno y su aparato burocrático técnico y especializado, deben fungir en ocasiones especiales como legisladores. En segundo lugar, se argumenta que la legislación delegada en manos del Poder Ejecutivo permite superar la muchas veces notoria inacción del Parlamento para abordar la solución de los problemas y satisfacer las necesidades de la Comunidad.
Sin embargo, una mirada crítica a los contenidos de los Decretos con Fuerza de Ley reseñados en este trabajo, nos muestra que en la práctica no hay una abdicación total del Congreso Nacional a las facultades legislativas, pues lo que se entrega por las leyes delegatorias son atribuciones para refundir textos jurídicos y reorganizar la propia Administración Pública, que son a la larga materias de estructuración interna del Poder Ejecutivo (versan sobre creación de servicios públicos, fusiones, destinaciones, plantas, escalafones, remuneraciones y pensiones).
Con la utilización de la Legislación delegada se corre el riesgo, tanto en nuestro país como en otros estados proclives al cesarismo representativo, de buscar soluciones simplistas y rápidas en momentos de crisis, otorgando atribuciones especiales a órganos unipersonales con un discurso mesiánico y populista, en vez de procurar soluciones consensuadas y meditadas, que son a la larga más permanentes y compartidas por la población, disminuyendo el peligro de un quiebre político e institucional.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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- El poder Legislativo de facto se radicó en la Junta Militar, denominada erróneamente Junta de Gobierno, instalada de facto el 11 de septiembre de 1973, y formalizada por el DL 1, del 18 de septiembre de ese año. Se estableció que el ejercicio del Legislativo se radicaría en dicho organismo, mediante Decretos Leyes con la firma de todos los miembros de la Junta (y la de los ministros respectivos, si se estimaba conveniente). EL DL 2 estableció la correlación numerada de los Decretos Leyes, llevando el Ministerio del Interior el registro correspondiente. De igual forma, el ejercicio del Poder Ejecutivo se llevó normativamente a cabo a través de la dictación de decretos supremos (DS) y resoluciones con la firma del presidente de la Junta, Augusto Pinochet, y la del ministro del ramo.
En 1981, por disposición transitoria decimocuarta de la Constitución de 1980, el comandante en jefe del Ejército dejó de integrar la Junta de Gobierno y pasó a ocupar la Presidencia de la República, ocupando su lugar el vicecomandante del Ejército. La Junta Militar de Gobierno se mantuvo en sus funciones hasta el 11 de marzo de 1990, ejerciendo atribuciones legislativas, ahora constitucionalmente, por disposición transitoria decimoctava de dicha Constitución, de tal manera, este órgano integrado por los Comandantes de las Fuerzas Armadas y de Orden, más el vicecomandante del Ejército, formalmente y de manera regular asumió el Poder Legislativo, pudiendo numerarse la normativa emanada de su trabajo como Leyes.
La primera ley tramitada por la Junta Militar, dividida en 4 Comisiones Legislativas, apareció bajo el número 17.983 en el Diario Oficial del 28 de marzo de 1981, y “Estableció los órganos de trabajo de la Junta de Gobierno y fijó normas sobre el procedimiento legislativo”. La última ley dictada por el gobierno constitucional de Salvador Allende y tramitada por el Congreso de la época, fue la 17.982, aparecida en el Diario Oficial del martes 11 de septiembre de 1973, y “Transfirió sitio fiscal que indica a la Asociación general de jubilados, viudas y montepíos de las Fuerzas Armadas de Talcahuano”. - El artículo de la reforma constitucional señalaba: “Fuera de los casos previstos en este número, ninguna ley podrá dictarse para suspender o restringir las libertades o derechos que la Constitución asegura”. De acuerdo con esta normativa solo el Congreso puede en adelante, por graves razones que se indican, dictar leyes excepcionales de duración transitoria para restringir la libertad personal y la de imprenta y para suspender o restringir el derecho de reunión, y se dispuso, por otra parte, que por el estado de sitio sólo puede afectarse, y todavía en las formas estrictas que se enuncian, el estatuto de libertad personal.
- El Acta de la trigésima segunda sesión del Subcomisión de Reformas Constitucionales, celebrada el 1 de agosto de 1925, presidida precisamente por el presidente de la República, Arturo Alessandri Palma, señala: “Al terminar la revisión del artículo 44, dice S. E. que desea proponer a la consideración de los señores miembros de la Comisión la idea de establecer una artículo que permita al Congreso facultar al Presidente de la República para dictar ciertas leyes, con sujeción a las bases o normas generales que el mismo Congreso le fije”.
Esta no es una idea nueva; por el contrario, es una tendencia muy generalizada en Europa y que tiene su fundamento en la creencia justificada, a su juicio, de que corporaciones numerosas, como son los Parlamentos, están en la imposibilidad de hacer conjunto de leyes armónicas y bien estudiadas. Recuerda que cuando la Junta Militar exigió en septiembre del año pasado (1924) la dictación inmediata de algunas leyes, como el Código del Trabajo, la ley de Seguro, la de Empleados Particulares y otras, el pidió se le autorizara para dictar esas leyes en conformidad con los proyectos presentados, porque sabía que no estaban maduras ni bien estudiadas. Se le objetó que el procedimiento era inconstitucional y se prefirió que fueran despachadas por el Congreso a fardo cerrado. Los señores miembros de la Comisión saben cómo han resultado algunas de esas leyes. Por eso propone ahora que se autorice al Congreso para delegar en el Presidente de la República la facultad de dictar ciertas leyes con sujeción a bases generales que fije el mismo Congreso.
El señor BARROS BORGOÑO (don Luis) cree que seguramente tal indicación producirá mal efecto en el país, por bien intencionada que sea.
El señor EDWARDS MATTE (don Guillermo) estima también que sería muy grave dar tal facultad al Presidente.
El señor AMUNATEGUI (don Domingo) recuerdas que las leyes dictadas por don Mariano Egaña, dentro del sistema que ahora se propone, fueron muy sabias y dieron muy buenos resultados, pero eso no impidió que el procedimiento fuera enérgicamente condenado.
S.E. declara que en vista de estas opiniones no insiste en su idea (actas oficiales de las sesiones celebradas por la comisión y subcomisiones encargadas del estudio de la nueva Constitución Política de la República: 1925, pp. 502-503). - El profesor Juan Antonio Iribarren, quien, partiendo del artículo 2.135 del Código Civil, que señala: “el mandatario podrá delegar el encargo si no se le ha prohibido; pero no estando expresamente autorizado para hacerlo, responderá de los hechos del delegado, como los suyos propios”. De esta posición se desprende:
a) Que, al menos de habérsele prohibido, el mandatario puede perfectamente, delegar el mandato que se le confirió.
b) Si el mandatario no está autorizado en forma expresa para delegar, aquel responde de las actuaciones del delegado y, además, de las suyas.
c) Si el mandatario está expresamente autorizado para delegar el mandato, no responde de los hechos del delegado, si la delegación la ha hecho en alguna persona notoriamente incapaz o insolvente.
d) Si la delegación autorizada expresamente, lo está en relación con determinada persona existente, se constituye, entre el primitivo mandante y el delegado, un nuevo mandato revocable sólo por la voluntad del mandante, no teniendo relevancia la muerte o cualquier otro accidente que al anterior mandatario sobreviniere.
Según Iribarren, estas reglas son aplicables a la “legislación delegada” expresada en los DFL, por analogía de la institución civil del mandato y la delegación, y eso se argumenta de la siguiente manera:
a) El Congreso Nacional es el mandatario de la Nación.
b) Como en Chile no se le ha prohibido a este órgano la delegación de su mandato, puede hacerlo en otra persona u órgano. Esto se entiende a menos que el precepto del artículo 4° de la Constitución Política involucre una prohibición expresa al decir que: “ninguna magistratura, ninguna persona o reunión de personas, pueden atribuirse, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente les hayan conferido ´por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”.
c) Siguiendo el anterior razonamiento, el Poder Legislativo está obligado a responder ante el país por las actuaciones que realice el Ejecutivo, que es el delegado, dado por el hecho de que el Parlamento no está autorizado en forma expresa para delegar.
d) Si fuera posible en Chile, entablar acusación contra los parlamentarios, como puede hacerse respecto del presidente de la República y ministros de Estado, entre otros, dicha responsabilidad podría hacerse efectiva.
Luego Iribarren concluye que, si el pueblo no manifiesta opinión contraria, parecerá que la Nación que es titular de la soberanía y mandante, ratificará tácitamente la delegación y este adquiere así, sello de legitimidad (Silva Cimma, 1962, pp. 115-116). - El artículo 1° de la Ley 4.156 señalaba: “Con el fin de reducir los gastos públicos, se autoriza al Presidente de la República para reorganizar los servicios de la Administración Pública fijando la planta y sueldos del personal y las funciones o atribuciones de orden administrativo que le correspondan”. Materias que según el artículo 44 n.° 5 de la Constitución de 1925 solo podían ser objeto de una Ley, por lo que tal artículo implicaba una delegación de facto de las facultades legislativas.
- Según el constitucionalista Enrique Evans de la Cuadra, y tal como lo hemos escrito, se dictaron más de 20 leyes delegatorias en el período 1925-1969, dictándose en virtud de estas un sinnúmero de decretos con rango de ley, entre los que destacan. El Estatuto Universitario de 1929; el Estatuto Administrativo de 1930; el Estatuto de Trabajadores del Cobre y el Estatuto Antártico de 1955; el Código Tributario, la Ley de Servicios Eléctricos, la Ley de Régimen Interior, el Estatuto del Inversionista, la Ley General de Bancos y la modificación del Estatuto Administrativo en 1959; la Ley de Construcciones y Urbanización y la Ley que creó la Dirección de Asuntos Indígenas en 1961; la Ley de Juicio de Cuentas, Contraloría y Aduanas y la reforma Agraria en 1962 (la denominada Reforma Agraria de macetero), entre otras.
- A vía de ejemplo, el artículo 1° de la Ley 11.151, señala:
Autorízase al Presidente de la República para que dentro del plazo de seis meses, contado desde la fecha de vigencia de esta ley, proceda a reorganizar todas las ramas de la Administración Pública, con excepción de las contempladas en el artículo 12°, las instituciones fiscales y semifiscales, las empresas autónomas del Estado, y en general, todas las personas jurídicas creadas por ley en que el Estado tenga aportes de capital o representación; a señalarles sus funciones y facultades y su dependencia o relación respecto de cada ministerio y, en consecuencia, a estructurar, fusionar, dividir, fijar las plantas, ampliar, reducir y suprimir servicios, cargos y empleos.
Sin perjuicio de las facultades que las leyes vigentes conceden al Presidente de la República para designar personas extrañas a la Administración Pública y demás instituciones a que se refiere el inciso 1° de este artículo, podrá ejercitar también esta atribución respecto del personal comprendido en los grados 1° y 2°. Esta atribución deberá ejercerse mediante decreto individual fundado, que deberá llevar la firma de todos los Ministros de Estado.
El Presidente de la República podrá usar las facultades que esta ley le confiere respecto de la Empresa de Agua Potable de Santiago, y su personal tendrá los mismos derechos y beneficios que ella confiere a los empleados, especialmente los de los artículos 2° y 2° transitorio.
Se le autoriza, además, para dictar los respectivos estatutos para los personales de los servicios, instituciones y empresas a que se refiere el inciso 1° en los cuales podrá fijar sus atribuciones, obligaciones y sanciones, como, asimismo, los regímenes aplicables a sus remuneraciones, jubilaciones y demás beneficios.
En el régimen de jubilación que se establezca, podrá quedar incluido el Poder Judicial y no procederá imponer a los Magistrados y demás funcionarios el retiro o jubilación obligatorios.
Los Vicepresidentes Ejecutivos de las instituciones y empresas a que se refieren los incisos 1° y 4° serán de la exclusiva confianza del Presidente de la República.
El Presidente de la República podrá hacer uso de la facultad que le confiere el artículo 1° de la ley 7.200 y fijar el número de empleos de cada servicio que permanecerán en la planta suplementaria.
La aplicación de este artículo no podrá significar disminución de las remuneraciones del personal en actual servicio. Si la remuneración asignada a un empleo es inferior a la que recibe el funcionario que habrá de ocuparlo, la diferencia se le pagará por planilla suplementaria.
Las disposiciones de este artículo en ningún caso afectarán las jubilaciones ya iniciadas, concedidas o a las personas que a la fecha de la promulgación de esta ley hubieren cumplido los requisitos legales para jubilar. Las disposiciones de la ley 8.715 que deben aplicarse 30 días antes y 60 días después de una elección, regirán para los efectos de esta ley, desde la fecha de su jubilación hasta el día 2 de marzo de 1953, y quedará suspendida la aplicación de dichas disposiciones hasta el término del plazo señalado en el inciso 1° de este artículo. - El artículo 202, situado en el Título VIII de esta ley, que se denomina Facultades Administrativas, señala:
Autorízase al Presidente de la República para que, dentro del plazo de un año contado desde la fecha de vigencia de esta ley, proceda a reorganizar todas las ramas de la Administración Pública, con las excepciones que se señalan en el artículo 208.o, las instituciones fiscales y semifiscales, las instituciones y empresas autónomas del Estado y, en general, todas las personas jurídicas creadas por ley en las cuales el Estado tenga aportes de capital; a señalarles sus funciones y facultades y su dependencia o relación respecto de cada Ministerio y, en consecuencia, a estructurar, crear, descentralizar, fusionar, dividir, fijar las plantas, ampliar, reducir y suprimir servicios, cargos y empleos.
El Presidente de la República podrá usar las facultades que esta ley le confiere respecto de la Empresa de Agua Potable de Santiago.
Se le autoriza, además, para dictar los respectivos estatutos para los personales de los Servicios, instituciones y empresas a que se refieren los incisos anteriores en los cuales podrá fijar sus atribuciones, obligaciones y sanciones, como, asimismo, los regímenes aplicables a sus remuneraciones.
El Presidente de la República, en virtud de lo dispuesto en el presente artículo, no podrá señalar a ninguna repartición fiscal, otras atribuciones o facultades que las que actualmente les otorguen las leyes; pero podrá asignar a cualquiera de ellas funciones o facultades similares a las que en la actualidad tengan otras reparticiones fiscales, semifiscales o autónomas y podrá, asimismo, determinar a qué organismos o funcionarios del servicio respectivo corresponderá el ejercicio de las atribuciones que a éste competan. Lo dispuesto en este inciso no impedirá al Presidente de la República ampliar y modificar las funciones y facultades de las instituciones semifiscales, las empresas autónomas del Estado y, en general, todas las personas jurídicas en las cuales el Estado tenga aportes de capital.
El Presidente de la República podrá hacer uso de la facultad que le confiere el artículo 1° de la ley N°7,200 y fijar el número de empleos de cada servicio que permanecerán en la planta suplementaria.
La aplicación de este artículo no podrá significar disminución de las remuneraciones del personal en actual servicio. Si la remuneración asignada a un empleo es inferior a la que recibe el funcionario que habrá de ocuparlo, la diferencia se le pagará por planilla suplementaria o en cualquiera otra forma que determine la Dirección del Presupuesto. - La contabilidad que señala el profesor Alan Bronfman Vargas, para el período 1952 en adelante, señala: “En el segundo período de Ibáñez, se aprueban, según la BCN, 205 DFL (la base de datos de la CGR señala que son 422 DFL –400 en 1953– y la compilación del Diario Oficial citada en la bibliografía reduce este número a 201). Jorge Alessandri habría dictado 224 DFL en su período (1022 según la CGR), buena parte de los cuales se concentran en el año 1960 (700 según la CGR y 160 según la BCN). El presidente Frei Montalva, por último, aprobó 99 DFL (698 según la CGR).
- Al respecto existen al menos dos sentencias de la Excma. Corte Suprema que se refirieron al tema:
a) La primera que recae sobre un recurso de inaplicabilidad presentado por Osvaldo Castro, quien demandó al máximo tribunal para declarar inaplicable el DFL 103, del 15 de abril de 1931, dictado por delegación de las atribuciones legislativas del Congreso nacional al presidente de la República por Ley 4.945, del 6 de febrero de 1931. Entre otros argumentos, el recurrente alegó la inconstitucionalidad del referido DFL. Finalmente, en el considerando sexto del fallo, la Corte Suprema señaló:
Que el artículo 86 de la Constitución tiene por objeto encauzar la potestad legislativa; pero la jurisdicción conferida a la Corte Suprema por aquella disposición se circunscribe a declarar inaplicables los preceptos legales que ofenden derechos de particulares deducidos en juicio que se encuentran pendientes y siempre que se trate de aquellos derechos que la Constitución protege especialmente colocándolos en la categoría de inmutables; en los demás casos no previstos por el artículo 86, como antes se ha dicho, dictada la ley según las formas constitucionales (se refiere a la ley delegatoria), no hay medios jurídicos que permitan eludir su fuerza obligatoria.
En conclusión, la Corte Suprema rechazó la petición de declaratoria de inconstitucionalidad de la Ley 4.945 y del DFL 103 (Revista de los Tribunales, tomo XXX, sección 1a, p. 36).
b) La segunda sentencia recae también sobre un recurso de inaplicabilidad presentado por Marcos Evangelista González Ronda, en contra de la misma Ley delegatoria 4.945, que permitió la dictación del DFL 119, el cual le era perjudicial en cuanto a establecer el pago de un impuesto a las herencias de un monto mayor al usual, pues la ley delegatoria no permitió al presidente de la República imponer nuevas contribuciones. La Corte Suprema, para rechazar la acción constitucional, empleó un idéntico argumento al consignado en el fallo anterior, al señalar en el considerando primero:
Que la facultad conferida a la Corte Suprema por la disposición del artículo 86 inciso segundo de la Constitución Política de 1926 para declarar inaplicables en casos determinados, cualquier precepto contrario a la Constitución, debe ser ejercida dentro delo establecido en el mismo mandato constitucional, en los casos particulares de que conozca o le fueren sometidos en recurso interpuesto en juicio que se siguiere ante otro tribunal, no pudiendo extender a más allá de lo prescrito en su texto expreso, porque la Carta Fundamental, artículo 4°, ninguna magistratura puede atribuirse, ni aún a pretexto de circunstancias extraordinarias otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido por las leyes, prohibiendo ésta al Poder Judicial mezclarse en las atribuciones de otros Poderes Públicos (Revista de los Tribunales, tomo XXXI, sección 1a, p. 63). - Entre estas iniciativas destacan una moción del senador Eduardo Frei Montalva, el 23 de junio de 1959; una moción del diputado Héctor Correa Letelier, una moción del senador Francisco Bulnes Sanfuentes y un mensaje del presidente Jorge Alessandri Rodríguez, hasta el Mensaje Presidencial del presidente Eduardo Frei Montalva, el 17 de enero de 1969, que se materializa en la Ley de Reforma Constitucional 17.284.
- Finalmente el artículo 1° de La Ley 17.284 introdujo, al artículo 44 de la Constitución de 1925, el siguiente texto:
Agrégase, como n.° 15° el siguiente, nuevo: 15.° Autorizar al presidente de la República para que dicte disposiciones con fuerza de ley sobre creación, supresión, organización y atribuciones de los servicios del Estado y de las Municipalidades, sobre fijación de plantas, remuneraciones y demás derechos y obligaciones de los empleados u obreros de esos servicios; sobre regímenes previsionales del sector público; sobre materias determinadas de orden administrativo, económico y financiero y de las que señalan los N°s 1.°, 2.°, 3.°, 8.° y 9.° del presente artículo. Esta autorización no podrá extenderse a la nacionalidad, la ciudadanía, las elecciones ni el plebiscito, como tampoco a materias comprendidas en las garantías constitucionales, salvo en lo concerniente a la admisión a los empleos y funciones públicas, al modo de usar, gozar y disponer de la propiedad y a sus limitaciones y obligaciones, y a la protección al trabajo, a la industria y a las obras de previsión social. Sin embargo, la autorización no podrá comprender facultades que afecten a la organización, atribuciones y régimen de los funcionarios del Poder Judicial del Congreso Nacional ni de la Contraloría General de la República. La autorización a que se refiere este número sólo podrá darse por un tiempo limitado, no superior a un año. La ley que la otorgue señalará las materias precisas sobre las que recaerá la delegación y podrá establecer o determinar las limitaciones, restricciones y formalidades que se estimen convenientes. A la Contraloría General de la República corresponderá tomar razón de estos decretos con fuerza de ley, debiendo rechazarlos cuando ellos excedan o contravengan la autorización conferida. Los decretos con fuerza de ley estarán sometidos en cuanto a su publicación, vigencia y efectos, a las mismas normas que rigen para la ley. - El presidente de la República podrá solicitar autorización al Congreso Nacional para dictar disposiciones con fuerza de ley durante un plazo no superior a un año sobre materias que correspondan al dominio de la ley.
Esta autorización no podrá extenderse a la nacionalidad, la ciudadanía, las elecciones ni al plebiscito, como tampoco a materias comprendidas en las garantías constitucionales o que deban ser objeto de leyes orgánicas constitucionales o de quórum calificado.
La autorización no podrá comprender facultades que afecten a la organización, atribuciones y régimen de los funcionarios del Poder Judicial, del Congreso Nacional, del Tribunal Constitucional ni de la Contraloría General de la República.
La ley que otorgue la referida autorización señalará las materias precisas sobre las que recaerá la delegación y podrá establecer o determinar las limitaciones, restricciones y formalidades que se estimen convenientes.
Sin perjuicio de lo dispuesto en los incisos anteriores, el presidente de la República queda autorizado para fijar el texto refundido, coordinado y sistematizado de las leyes cuando sea conveniente para su mejor ejecución. En ejercicio de esta facultad, podrá introducirle los cambios de forma que sean indispensables, sin alterar, en caso alguno, su verdadero sentido y alcance.
A la Contraloría General de la República corresponderá tomar razón de estos Decretos con Fuerza de Ley, debiendo rechazarlos cuando ellos excedan o contravengan la autorización referida.
Los Decretos con Fuerza de Ley estarán sometidos en cuanto a su publicación, vigencia y efectos, a las mismas normas que rigen para la ley. - En esta línea, se fundamenta el más famoso de todos los Decretos con Fuerza de Ley, el mentado DFL 2, publicado el 31 de julio de 1959, que “Fija normas para construir viviendas que reúnan los requisitos, características y condiciones que señala y las que determine el reglamento especial que dicte el Presidente de la República”. Este DFL otorga el nombre a una categoría de viviendas que se ajustan a él, pues establece disposiciones especiales para viviendas con una superficie edificada no superior a los 140 metros cuadrados, siempre que cumplan –además– con los requisitos y condiciones que exige, apuntando al acceso a la vivienda u hogar a familias de clase media y vulnerable, otorgando los siguientes beneficios:
• Disminución del 50% en el arancel de inscripción en el Conservador de Bienes Raíces.
• Pago del 0,2% (en lugar del 0,8%) en el impuesto de timbres y estampillas en la primera transferencia.
• Posibilidad de estar exentos del 50% del pago de las contribuciones durante: a) 20 años, si la superficie edificada no sobrepasa los 60 metros cuadrados; b) 15 años, si la superficie excede los 70 metros cuadrados, pero no supera los 100; c) 10 años, si la superficie es superior a los 100 metros, pero no sobrepasa los 140.
• Las viviendas beneficiadas por el DFL2 no tienen que pagar impuestos de herencia ni impuestos a la renta.