Eran las once de la mañana de un caluroso día primaveral. En el Servicio Médico Legal de la ciudad todo parecía funcionar normalmente. El acceso para el público mostraba el tráfico característico de un día común y corriente. En el área destinada a recepción se distribuía a quienes ingresaban a la entidad. La sala de espera para los parientes de los fallecidos acogía a las pocas personas que iban a codearse con la muerte, aguardando la entrega de sus seres queridos. La sala de identificación contaba con escaso personal. No parecía haber movimiento en las salas de radiología y revelado. La cosa era distinta en la sala de autopsias.
El médico forense, ayudado por un técnico, comenzaba la necropsia del cuerpo de un infortunado muchacho, quien falleció en el único accidente de tránsito ocurrido durante la madrugada de ese día. Ambos estaban adecuadamente vestidos para dar curso al protocolo de autopsias. Gorro, mascarilla, ropa protectora, un largo delantal impermeable, botas de goma, guantes especiales y una careta plástica a prueba de salpicaduras, conformaban el juego con que cada uno se aperó en vestidores para protegerse de las infecciones y enfermedades transmisibles a que se está expuesto cuando se manipulan cadáveres. La sala era de un tamaño adecuado para el trabajo simultáneo en sus dos mesas de autopsias, se encontraba potentemente iluminada y el aire acondicionado, que se complementaba con un par de equipos extractores de aire, daba la sensación de ayudar al enfriamiento progresivo del cuerpo inerte. Minutos antes, personal auxiliar había pasado revista al torrente de agua fría y caliente, al desagüe interno, a los sistemas de aspiración, a los materiales, a las pesas, y a los utensilios y herramientas propios de las morgues.
La autopsia partió con la inspección externa del cadáver y su lavado, para determinar el número de lesiones visibles, su localización y severidad. Varias fotos fueron tomadas para anexarlas al informe que firmaría el profesional. Se extrajeron también muestras de fluidos para los análisis de rigor. Las extremidades y el rostro del muchacho estaban fríos, no así su cuello, axilas y abdomen. El médico forense tomó el bisturí para abrir el cadáver. La enorme incisión se realizó siguiendo una técnica que permite examinar adecuadamente las lesiones internas en casos de muertes violentas o traumáticas. Una tijera con dientes, que los especialistas llaman costótomo, hizo su parte con el crujir de las costillas. Se revisaron con detención las que estaban fracturadas. Luego, se separaron los órganos del tronco. Ya examinados estos, individual y detalladamente, se colocaron en una bolsa gruesa de polietileno oscuro y se devolvieron a la cavidad toráxico abdominal que se había vaciado de acuerdo con el procedimiento rutinario. Se separó el cuero cabelludo de su base y una sierra eléctrica oscilatoria, aspirador acoplado, cortó el cráneo del joven para permitir la extracción de la masa encefálica. El paso final consistió en suturar las partes abiertas durante el examen post mortem. El experto forense, satisfecho, procedió a completar el informe preliminar sobre las causas de muerte de quien pocas horas antes había sido un ser pleno de vida. Un auxiliar retiró el cuerpo intervenido para “arreglarlo a gusto de los deudos” y otro realizó un rápido aseo y retiro de todo lo utilizado en el peritaje médico legal.
Al terminar su faena, cerca de la una y media de la tarde, el personal de esa sala partió a almorzar con la idea de retomar sus labores como a eso de las tres. Antes de salir y cerrar herméticamente el recinto, con los modernos dispositivos de seguridad instalados, arribaron dos cuerpos de hombres adultos. Los bandejeros colocaron los cadáveres sobre las mesas y se retiraron.
La partida del equipo forense de la sala ordinaria de autopsias produjo ese tipo de silencio que se puede escuchar. Repentinamente, un espasmo sacudió a cada uno de los cuerpos, como si quisieran revivir, y de ellos pareció emerger algo casi invisible, difícil de explicar, al cual los vivos suelen llamar alma. La superioridad del espíritu sobre la carne. Los ingrávidos pudieron establecer un diálogo insonoro que en ningún momento quebró el mutismo que reinaba en el recinto.
– ¿Quién eres tú?
– No sé quién soy ahora, que no estoy en mi cuerpo. En vida yo era Raúl, un jubilado por invalidez de las Fuerzas Armadas. ¿Y tú?
– Mi nombre, si lo tengo aún, es Gonzalo. Era dueño de una botillería.
– ¿Te leyeron la cartilla? ¿Te mostraron el pase?
– En algún momento, luego de fallecer, se acercó a lo que soy ahora una especie de ángel, que me recitó la cartilla. Lo importante, me quedó claro, es no oponer resistencia a los cambios que vienen. Ya no será necesario engañar a nadie e irán desapareciendo en mí el odio y la pasión de los humanos. Cuando ese personaje piense que estoy listo, me enviará con el pase a una Sala de Encuentro. Será en ese lugar donde abrazaré a todos aquellos que me hicieron daño en vida, así como lo harán conmigo quienes yo dañé. Me dijo que no habrá resentimientos por un lado ni por el otro. ¿No te parece raro?… ¿Qué ocurrirá después? No tengo idea ni tampoco pregunté. ¿Y cómo te fue a ti?
– Me dijeron lo mismo.
– Sabes, tengo sentimientos encontrados. Por una parte, me hubiese gustado poder cobrar algunas cuentas que quedaron pendientes allá, especialmente por la pérdida de mi único hijo. Pero, por otra, reconozco no haber sido de los trigos más limpios y también me gustaría que los demás me perdonaran. ¿Qué crees tú que debo hacer?
– Siendo franco, no lo sé. Parece que estamos los dos en condiciones similares. ¿Será que a todos los que parten les ocurre esta situación? Yo tampoco fui una beldad de persona en vida, pues el odio me cegó el largo período que viví en una silla de ruedas. Un odio estúpido, al que ahora no le encuentro sentido alguno. Si pudiese volver a vivir, con la experiencia que tengo ahora, no cometería las barbaridades que arruinaron mi vida y las de muchos. ¿Y tú?
– Yo creo que no hay hombre en la tierra que, llegado el momento en que nos encontramos, no se arrepienta de algo. De lo que hizo y de lo que dejó de hacer. ¿Por qué? Simplemente porque la vida es una prueba de la mayor complejidad y no hay quien esté exento de errores en ella. Por cierto, que de esos errores no nos damos cuenta de inmediato, sino sólo cuando nos toca sufrirlos en carne propia. Pero ¿para qué amargarse más?, si no es posible cambiar la historia terrenal. El hombre seguirá equivocándose hasta el fin de los tiempos.
– ¿Y cómo fue tu vida, Gonzalo?
– Tuve una infancia feliz, a pesar de la estrechez económica. Mis padres eran gente trabajadora, pero sin mayor educación. Fuimos tres hermanos, que de pequeños lo pasábamos fantástico en el pasaje donde vivíamos, en San Miguel. Allí estudié hasta que me metí, muy joven, en política. Al principio lo hice por salir un poco de la casa. Nunca tuvimos plata para veranear y el movimiento financiaba las salidas de nuestro grupo al campo y a la playa. En esos paseos aprendí a manejar distintas armas y algo de teoría sobre la revolución popular. Imagínate, como yo tampoco tuve una educación muy completa, a decir verdad, fui reclutado y adoctrinado por personas cultas que sabían de la ignorancia de uno. Hablaban tan bien que nunca me quedaban preguntas por hacerles, todo lo absorbía como esponja. Los instructores nos insistían en la necesidad de eliminar a la burguesía, para que gente como nosotros pudiera salir de la pobreza. ¡A punta de balazos, porque los ricos nunca se rendirán! El fin justifica los medios, nos repetían. Al final, fui uno de los muchos tontos útiles que los jerarcas utilizaron para sus intereses, encubiertos por una ideología que los llevaría al poder. Porque en el fondo de eso se trata, de obtener alguna cuota de poder humano cuando no se la tiene. Pagué cara la aventura de ser un revolucionario combatiente. ¿Y tú, fuiste milico?
– Sí, fui milico, pero al igual que tú me sentí usado. Yo también tuve una linda niñez en Maipú, porque de allá es mi familia. Estudié en un liceo fiscal hasta que me tocó hacer el servicio militar. Mi papá estaba orgulloso. Tanto que me quedé para seguir la carrera de suboficial. Aprendí a usar y a desarmar unos fusiles complicados, a cocinar, a limpiar y a todo lo que te puedas imaginar. El año en que gané la competencia de tiro dentro del ejército comenzaron mis problemas. Me nombraron tirador escogido y me integraron a un grupo antisubversivo, donde también había civiles. El oficial al mando insistía en que a los revolucionarios antipatriotas había que matarlos, porque si no ellos iban a matarnos a nosotros. No quieren a su país y son acéfalos, ¿lo entienden señores? Nosotros, cuadrados frente al oficial, respondíamos en voz alta afirmativamente. También pagué caro esta aventura, en mi caso, de ser un soldado que debió obedecer sin pestañar las órdenes de sus superiores. Por un sueldo que te haría reír. Oye, Gonzalo, escuché que perdiste a tu único hijo, lo que es una pena difícil de sobrellevar en vida, ¿qué pasó?
– ¡Es una historia muy dura, Raúl! Te la cuento desde el principio. Esa mañana del golpe militar del setenta y tres me encontraba durmiendo en casa, cuando los vecinos alertaron a todos en el barrio sobre lo que estaba ocurriendo en el centro de Santiago. Un compañero alcanzó a llamarme por teléfono para decirme que no hiciera nada, porque todo estaba perdido. Me dijo, además, que un grupo de los nuestros había alcanzado a quemar los documentos que nos identificaban, por lo que debía estar tranquilo y actuar como si nunca hubiese estado metido en política: ¡Estás ayudando a tu viejo en el taller mecánico que tienen cerca de la casa! ¡Eres experto en reparar citrolas! Así lo hice, no asomé la nariz por otras calles que no fueran las mías durante un par de meses. Nadie vino a buscarme, ni preguntaron por mí. Cuando estuve seguro de que no andaban tras mis pasos empecé a salir, pero sin atreverme a tomar contacto con nadie de mi grupo. Sólo volví a verlos a fines del setenta y cuatro, pero muy tímidamente. Me casé al año siguiente con Estela, hija de una vecina, a la que dejé embarazada mientras pololeábamos. Así nació Gonzalito. Conseguí pega en la imprenta de un tío, que años después emitiría panfletos contra la dictadura. Con la plata que empecé a ganar arrendé una casita cerca de donde viví siempre, y me llevé allí a la Estela y al niño. Todo anduvo bien hasta que alguien de los nuestros “cantó”. Comenzaron a investigarnos, sin que nosotros lo supiéramos, por supuesto. Algo deben haber descubierto, porque un grupo de milicos y civiles llegó a buscarme a mi casa una noche de verano, cuando Gonzalito tenía ocho años. Mi mujer andaba en el sur donde unos parientes suyos. Uno de los milicos derribó la reja metálica de entrada, lo que me alertó. Tomé mi pistola y decidí hacerles frente, aunque me costara la vida. Creí que Gonzalito dormía, y que si me pasaba lo peor sería entregado después a su madre. Me equivoqué, el niño se había levantado y yo no me di cuenta de los puros nervios que tenía. Otro milico derribó la puerta de ingreso a la casa y sin mirar ni preguntar nada disparó hacia adentro una ráfaga de metralleta…
– ¡No puede ser! ¿Año ochenta y tres, Pasaje El Reverbero número catorce, como a las once y media de la noche…?
– Sí, pero ¿cómo sabes tú eso, Raúl?
– Es que yo estuve ahí ese maldito día, Gonzalo. Acuérdate de lo que te conté sobre mis labores antisubversivas.
– Entonces, ¿sabrás el nombre del cretino que acribilló a mi niño y arruinó toda la vida que me quedaba? ¡Desde ese día fui un zombi hasta mi muerte!
– Lo sé, pero no puedo decírtelo, Gonzalo, para no causarte más daño. ¡Si sólo pudiera consolarte! ¡Para que sepas, siempre sentí un dolor inmenso por lo ocurrido ese día nefasto!
– No puedes hacerme eso, Raúl. ¡Yo necesito saber quién fue el cabrón que tiró mi vida por la borda! Cuando le dispararon a mi niño, supe de inmediato que sus heridas eran mortales. Descerrajé los tiros que pude en contra de su asesino y escapé por el patio trasero. Por los techos de las otras casas y por donde pude. Así logré salvar el pellejo. Ellos siempre pensaron que me entregaría fácilmente. ¡Y eso es lo que debí haber hecho! Me las di de valiente y mira el resultado. Pero, no te he contado todo. Estela jamás perdonó mi “valentía” y me dejó botado apenas terminó el funeral de Gonzalito. Ella formó otra familia. Yo anduve fugado un tiempo, pero después tus amigos milicos dejaron de buscarme. Me imagino que a fines de los ochenta se les hizo más difícil la pega sucia. En esa época recibí unas platas que venían del extranjero y el año noventa me instalé con una botillería en la comuna de El Bosque. Nunca superé lo de mi hijo y me caí a la botella. A pesar de lo cual junté unos buenos pesos, que ya nunca podré disfrutar. ¿Me entiendes, Raúl?, ¡mi vida hecha una ruina!
– Te entiendo, claro que te entiendo Gonzalo. Pero, hay algo en lo que no has reparado y prefiero que lo veas por ti mismo. Acércate a mi cadáver que está en la otra mesa de autopsias, míralo con detención y dime lo que ves. ¿A qué conclusión llegas?
– A ver, yo diría que tienes dos perforaciones de bala en uno de tus hombros. La enorme cicatriz en la espalda obedece a una operación… ¡ya sé!, para evitar tu invalidez. Fracasaron los médicos, esa es mi conclusión.
– Acertado el diagnóstico, pero pobre la conclusión. ¿No te dicen nada los elementos que manejas ahora?
– ¡No quiero creerlo! ¿Me estás diciendo que fui yo quien te disparó esos tiros y, por lo tanto, el asesino de mi hijo eres tú?
– Tú lo has descubierto, Gonzalo, yo no te lo he dicho. ¡No quiero que pienses que te estoy haciendo un favor!
– ¡Carajo!, ¿cómo pudiste?…
– ¿Acaso no escuchaste cuando te dije que fui un soldado que obedeció sin chistar las órdenes de un oficial a cargo, o tú crees que me gustaba matar? ¿Sabes siquiera lo que padecí posteriormente por culpa de tus dos disparos, que acabas de ver?
– No…
– ¡Me condenaste a la miseria! Estuve seis meses internado en un hospital de las Fuerzas Armadas, al cabo de los cuales tramitaron mi baja. ¿Cuál fue el resultado para mí de esa aventura nocturna? Una silla de ruedas de por vida, una depresión de la que jamás pude sobreponerme y una pensión que me obligó a depender de la caridad de mi hermana. Muchas veces quise suicidarme, pero mi mujer estaba advertida por los médicos de que podía intentarlo. Al menos permaneció conmigo hasta que fallecí, soportándome inválido y odioso desde muy joven. Agrégale a esto mis paseos por los tribunales de Justicia, aunque no lograran condenarme. ¿Me hablas de ruina? ¿Y cómo le llamarías a un ser humano absolutamente destrozado?
– Bueno…
– Además, te olvidas de un hecho importante, Gonzalo. Recuerda que te investigamos por meses antes de asaltar tu casa esa noche. ¿Y qué descubrimos? ¿Acaso no fuiste tú quien le disparó y mató a la empleada que atendía la farmacia que tu grupo subversivo asaltó el año anterior al de la muerte de Gonzalito? ¿Sabías que esa joven era madre soltera de una niñita de tres años? ¡Preferiría no ahondar en esto!
– No, nunca quise saber detalles de ella ni de su vida. Tampoco supe que ustedes hubieran descubierto al integrante del grupo que disparó en ese robo, o sea, a mí. Lo cierto es que su muerte se debió a un error, porque no teníamos intención de que alguien saliera herido. Nuestra única preocupación era juntar unos pesos para apoyar la resistencia armada. Lamentablemente, las cosas salieron mal. En un segundo me percaté de que el joven que atendía la caja en esa farmacia iba a dispararme con un arma, ante lo cual usé el revólver que portaba sin tener tiempo para un cálculo afinado de las ubicaciones. Cayó la empleada del local, que estaba a su lado, y a él no le pasó nada. ¡Enorme embarrada me mandé!
– ¡Ambos cometimos gruesos errores! Yo te privé de tu hijo. Tú privaste a otra hija de su madre. Y, de acuerdo con la cartilla, deberemos abrazarnos todos. ¿Pero, con qué miembros lo haré, si no los tengo?
– Tampoco lo sé. Ya despejaremos esa incógnita. ¿Tú crees que volveré a ver o a contactar a Gonzalito? Además, ¿qué le diré a esa mujer que maté?
– ¿Y qué le voy a decir yo a tu niño? A estas alturas no sirven las excusas, ni se pueden tergiversar los hechos.
– Pensar que te odié tantos años, Raúl, y ahora que hemos podido conversar me doy cuenta de que no eres tan diferente a mí. Sólo cumplimos roles humanos distintos. ¿Nos darán una nueva oportunidad?
– Difícil saberlo. Me gustaría poder demostrar que, a pesar del mal que hemos causado, no somos unos animales salvajes. ¿Puedes imaginar lo que nuestros pocos afectos terrenales deben pensar de nosotros ahora que no estamos? Gonzalo, no está demás que te diga lo arrepentido…
-Yo también, amigo.
-¡Gonzalo! ¡Gonzalo! Nos están llamando…