Artículo Vol. 1, n.º 11, 2020

Simone de Beauvoir: una breve revisión a los orígenes del feminismo

Autor(es)

Francisco Díaz Céspedes

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Sobre los autores

RESUMEN

Desde el inicio de las civilizaciones el hombre se ha posicionado por sobre la mujer, tanto en el espacio público como en el privado. Así lo demuestra el estudio magno de la obra El Segundo Sexo, de Simone de Beauvoir; argumentando, criticando y denunciando al patriarcado como un aparato de control que ha consolidado los privilegios en la asignación de roles y la exclusión de la mujer en torno a los derechos fundamentales del ser. De esta forma, en el artículo se logran recoger algunas ideas de la filósofa gala y su lucha consistente frente a las estructuras del paradigma Andrós.

ABSTRACT

Since the beginning of civilizations, men have positioned themselves above women, both in public and private spaces. Thus, the great study of Simone de Beauvoir’s The Second Sex shows it; arguing, criticizing and denouncing patriarchy as a control apparatus that has consolidated privileges in the assignment of roles and the exclusion of women around the fundamental rights of being. In this way, the article manages to collect some ideas of the French philosopher to try to explain the origins of feminism, and its consistent struggle against the structures of the Andrós paradigm.

 

INTRODUCCIÓN

“[…] Mi hombría fue morderme las burlas
Comer rabia para no matar a todo el mundo
Mi hombría es aceptarme diferente […]”.

Pedro Lemebel, Manifiesto, 1986.

El escritor chileno Pedro Lemebel en Manifiesto (hablo por mi diferencia), en septiembre de 1986 (2011, 220), luego de cinco meses del adiós de Simone de Beauvoir, expresaría palabras con sentimiento y profundidad que identificaría a decenas, cientos y miles de personas que vivenciaron y viven los abusos y desconsuelos de una sociedad patriarcal. Esta última se refiere a un sistema político que institucionaliza la superioridad sexista de los hombres por sobre las mujeres; sustentándose y considerándose más bien en un discurso biológico que prepondera, faculta y atribuye a la dominación masculina por sobre la femenina, estructura que es materializada y heredada en los establecimientos educacionales, sistemas laborales, ideologías políticas y la familia (Vacca y Coppolecchia, 2012, pp. 60-61). Así, la cotidianidad de las institucionalizaciones patriarcales tenía y tiene por objetivo ocultar a estos seres en los escombros de los prejuicios sociales por el solo hecho de ser diferentes; utilizando la violencia simbólica y verbal aprendidas de las manías clasistas y raciales de las generaciones pretéritas a nuestro presente y que, momentáneamente aún, se siguen internalizando en el colectivo imaginario de una forma tradicionalista y partidista para continuar asignando los roles del binarismo de género.

Pedro Lemebel, al igual que De Beauvoir, luchó por la aceptación de la diversidad, tanto en su contexto histórico, político, económico y social como cultural; planteando una literatura que rompe con el relato de los estudios clásicos, y provocando a la desesperanza para transformarla en esperanza, como una sociedad abierta que acepta lo que es diferente y de convivir con ella a través de una mirada racional, tolerante y respetuosa. Lemebel, al igual que otros intelectuales, fortificó al individuo de ser consciente de las agresiones recibidas y las convirtió para que el hombre comprenda que no está solo en el mundo (De Beauvoir, 2017, p. 60). Serán las letras y las expresiones icónicas las que transformarán a la masa pensante y responsable. Además de ser la encargada de enseñarnos que es vital alejarnos de todo tipo de violencia: de la que hemos sido parte, con el único fin de transitar, quizás, en un difícil sendero debido a la carga generacional que aceptó y no reflexionó en torno a las segregaciones de las múltiples diferencias culturales del sexo, la identidad, la expresión y la orientación del género; pero mucho más temprano que tarde, dicho peso se diluirá semánticamente en el desaprendizaje para aprender de lo no aprendido.

Es muy previsible que los pensamientos de Lemebel, y de otros escritores, estuvieran influenciados por la lectura reflexiva de El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, obra publicada en 1949, cuyo estudio sería considerado como el mejor análisis que ha realizado una intelectual frente a la situación de la mujer en los distintos procesos históricos de las sociedades patriarcales. Desde una mirada muy general, De Beauvoir y dicho título están íntimamente ligados, no porque es la autora del libro, sino que los argumentos presentados por la filósofa francesa lograron concretar las acciones reales (Tinat, 2009, 756) de lo que experimentó a lo largo de su vida. Simone identificó el vínculo entre la mujer y sus numerosos roles asignados culturalmente por el tradicionalismo. Así, estos relatos, críticas y denuncias asentarían las bases epistemológicas para un colectivo histórico de mujeres que estuvieron segregadas de las esferas del saber desde los comienzos de la civilización humana. Asimismo, la eterna compañera de Sartre institucionalizó y forjó un paradigma intelectual-cultural que no residía en el consciente imaginario de la modernidad, aunque las demandas femeninas ya intentaban estar en el escenario político desde finales del siglo XVIII en adelante. Sin embargo, estas últimas eran limitadas y avasalladas por las ideologías absolutas del paternalismo autoritario y teocrático, y que prácticamente ocultaban el desarrollo de la mujer, aniquilando sus derechos en toda esencia de lo que constituye al ser humano.

 

SIMONE Y UNA REVISIÓN A LAS IDEAS ILUSTRADAS

Si volvemos al pasado, específicamente, en lo que acontece en el Siglo de las Luces, entenderíamos que la Ilustración fue un movimiento cultural o ideológico que, sin embargo, no es organizado ni uniforme; tampoco constituye una teoría o sistema filosófico. Con ese término se expresa, por encima de todo, una actitud, un espíritu, que se traduce en la confianza absoluta en la razón pura e inmutable, liberada de todo presupuesto metafísico y teológico, que es rechazado como prejuicio (Sanz, 2005, p. 35).

Simone expresaría y ejemplificaría que “las mujeres serían solamente entre los seres humanos aquellos a los que arbitrariamente se designa con la palabra mujer” (1949, p. 2), por lo tanto, en las nociones propias que el racionalismo promovía, la mujer no estaba considerada entre los patrones lógicos de esta filosofía Ilustrada. Si esbozamos, la participación de las mujeres en el ámbito jurídico, Immanuel Kant afirmaría que:

[…] el hombre adquiere los atributos jurídicos: la igualdad civil respecto de los restantes ciudadanos, y la independencia, que consiste en no poder ser representado por ningún otro en los asuntos jurídicos. Esta independencia tiene como una de sus consecuencias la capacidad de votar, que sólo concede a los ciudadanos activos, aquellos que son señores de sí mismos y poseen alguna propiedad que los mantenga, pero no a los que denomina pasivos, como los empleados, las mujeres y, en general, todos los que no pueden mantenerse por su propia actividad, sino que han de depender de otros (Sanz, 2005, p. 493).

En efecto, la mujer como ente pasivo está subordinada al que sí puede determinar su condición autónoma y política representativa de la masa; es decir, está obligada al deber de obedecer al poder que la subyuga y la mantiene en su estado de dependencia. A excepción de esta normativa, algunas mujeres galas, tales como: la actriz Adrienne Lecouvreur; la modelo de artistas y soprano de ópera Sophie Arnould; y la bailarina y cortesana Julie Talma, quienes alcanzaron un éxito minúsculo a pesar del desarrollo de sus habilidades y talentos al demostrarle al público privilegiado, o de la clase noble, de lo que es capaz de realizar una mujer. Es muy probable que estas sagaces mujeres no tuvieran la oportunidad de generalizar y difundir sus idoneidades artísticas al pueblo, a diferencia de los artistas masculinos más renombrados, como Dante o Shakespeare (De Beauvoir, 1949, 37). Por ende, este y otros ejemplos en las diversas áreas del saber, la mujer no fue considerada para nutrir y ampliar el patrimonio cultural femenino, siendo cada vez más deslegitimada por las concepciones prejuiciosas y presuntuosas que, libremente, dominaba y transitaba el hombre, y para con los hombres.

De hecho los escritos de hombres ilustrados sostuvieron las bases de la razón y de los derechos de la humanidad; de las leyes civiles y políticas y su dependencia del tiempo y la sociedad; es decir, la libertad política que presupone la separación de los poderes, así como el control mutuo del poder; reformas consistentes al ámbito jurídico, educativo y económico; una tolerancia y relativización de las tradiciones y situaciones dominantes; el estudio respetuoso y comparativo de las diversas culturas; el rechazo a la autoridad absoluta y al moralismo que la constituye; la convicción en el progreso humano por medio del avance de la ciencia y la experimentación; y de la creencia de la explicación del alma, de las funciones cognoscitiva y sensorial, y en la posibilidad de fundamentar la totalidad de los fenómenos a partir de las propiedades de la materia (Delius, Gatzemeier, Sertcan y Wünscher, 2000, p. 62). Todas estas nociones, conjugadas, proyectan de un modo distinto el mundo al que se tenía presente; sin embargo, esta simbiosis fue aplicada, en sus primeros pasos, a la universalización occidental, y de cómo estructurar un mundo completamente distinto a lo que se tenía. Los hitos revolucionarios que concretaron estas ideas fueron los procesos revolucionarios de las 13 colonias inglesas y la Revolución Francesa. La primera ocurrió entre los años 1775 y 1783, cuyo objetivo era liberarse de Inglaterra y proclamarse como territorio y nación soberana independiente, acto concretado en la creación de una Constitución (1787) y de la victoria sanguinolenta en la batalla de Yorktown, Virginia (1781) (Krebs, 2006, p. 336). Este proceso histórico, en el relato educacional, consolidó a los protagonistas de quienes redactaron la Carta Magna, actualmente llamados Los Padres de la Patria de los Estados Unidos, agrupación que solo estaba constituida por hombres (John Adams, Benjamín Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson, James Madison y George Washington). Según la historiadora Noemí Rivera De Jesús, en la mayoría de los libros de historia general de los Estados Unidos, por lo general, solo se hace mención honorifica a los nombres de mujeres heroicas, tales como: Betsy Ross, Deborah Sampson, Molly Pitcher, Margaret Corbin, Abigail Adams, Sybil Ludington, Dolly Madison, y Martha Washington, pero no profundizan en quiénes eran ellas y cuáles fueron sus aportaciones a la causa patriótica (2018, p. 742). Tampoco se considera en el relato histórico a las mujeres que fueron parte del ejército de las Trece Colonias: algunas que se encargaron de las granjas y de los negocios de la familia para proveer, almacenar y distribuir los recursos necesarios a los civiles y militares; y otras mujeres más vulnerables y desposeídas que de manera voluntaria se congregaban en los campos de batalla para cumplir las labores de cocinar, lavar, curar y otras tareas del ejercicio bélico (Howard, 2001, p. 85). Esta característica de reconocer y difundir los hechos del pasado, tanto en libros como en los mass medias, es fundamental para constituir las bases del conocimiento universal. Aunque la historia ha sido escrita por el hombre, ya sea legitimando o deslegitimando, evidenciando u omitiendo, manipulando o esclareciendo, la verdad de quienes llevaron a cabo el proceso histórico a la mujer siempre la han apartado. De esta forma, es posible inferir que, al no incluir a la mujer en el relato universal, la dominación masculina asegura su posicionamiento y garantiza su señorío por sobre la mujer. Es por esto, que De Beauvoir analizó las condiciones históricas de sus pares, y se dio cuenta que es muy diferente a la de los hombres, a pesar de que la participación de la mujer ha sido trascendental en los cambios revolucionarios, y que estos han sido silenciados o invisibilizados en el paradigma andrós.

Respecto de la Revolución Francesa, acontecida el 14 de julio de 1789, en donde hubo asesinatos, saqueos, incendios y otras medidas del levantamiento del pueblo que extremaron la violencia y la histeria colectiva. En palabras de Simone:

[…] fueron estas mujeres (clase trabajadora) quienes, desde el seno de su difícil existencia, hubieran podido afirmarse como personas y exigir derechos; pero una tradición de timidez y sumisión pesaba sobre ellas: los cahiers (memoriales o registros) de los Estados Generales no presentan sino un número casi insignificante de reivindicaciones femeninas; tales reivindicaciones se limitaban a lo siguiente: “Que los hombres no puedan ejercer los oficios que son patrimonio de las mujeres”. Y, ciertamente, se ve a las mujeres al lado de sus hombres en las manifestaciones y motines; son ellas quienes van a buscar a Versalles “al panadero, a la panadera y al pinche”. Pero no ha sido el pueblo quien ha dirigido la empresa revolucionaria, y no es él quien recoge sus frutos (1949, p. 40).

A pesar de la violencia, el proceso revolucionario estuvo ligado a las decisiones de la Asamblea Nacional que después de abolir el orden existente, se dedicó a establecer un nuevo régimen: definió los principios teóricos generales y promulgó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 27 de agosto de 1789 (Krebs, 2006, p. 343), documento que recoge las ideas de la Ilustración y determina que el mejor gobierno debe basarse en los principios fundamentales de libertad, igualdad y fraternidad.

Lamentablemente, el lema libertad, igualdad, fraternidad no reconoció y no consideró a la mujer como ciudadana, despojándola y omitiéndola una vez más de sus derechos fundamentales y de las elaboraciones de los dictamines constitucionales. Este proceso indolente y complejo ha sido objeto de discusión, siendo consecuencia directa de una historia naturalizada que impone el hombre por sobre la mujer. Aun así, Simone resalta a un número minoritario de mujeres que cuestionó y protestó frente a la nueva cosmovisión ilustrada masculina (1949, p. 40), entre ellas: la feminista Charlotte Corday que al asesinar a Jean-Paul Marat terminaría con las hordas jacobinas del terror revolucionario, fue guillotinada el 17 de julio de 1793; Olympe de Gouges, quien propuso en 1789 La Declaración de los Derechos de la Mujer, documento que es similar a la Declaración de los Derechos del Hombre, solicitando abolir todos los privilegios masculinos, fue guillotinada el 3 de noviembre de 1793; Marie-Jeanne Roland, quien expuso públicamente los peores excesos de la Revolución, fue guillotinada el 8 de noviembre de 1793; Lucile Desmoulins, arrestada bajo cargos de conspiración contra la República, fue guillotinada el 13 de abril de 1794; Anne-Josè Théroigne de Méricourt, fue internada el 20 de septiembre de 1794 en el asilo de Faubourg para evitar las acusaciones políticas y no ser guillotinada, posteriormente ingresó al hospital de la Pitié-Salpêtrière, donde perteneció hasta su muerte, el 23 de junio de 1817.

A pesar de las muertes de estas nobles intelectuales ilustradas, las mujeres continuaron organizándose por luchar y obtener sus derechos, impulsaron un número significativo de publicaciones en el diario L’Impatient. También crearon Los clubes femeninos (Vaccaro, 2015) y se fusionaron con los clubes masculinos, esta estrategia decaería, puesto que fueron absorbidos por la ideología ilustrada masculina. A su vez, desde una forma más particular en “el 28 brumario (segundo mes del calendario republicano francés) de 1793, la actriz Claire Lacombe, presidente de la Sociedad de Mujeres Republicanas Revolucionarias (Zetkin, 1976, p. 15), acompañada por una diputación de mujeres, fuerza la entrada en el Consejo General, y el procurador Chaumette, expone que:

¿Desde cuándo está permitido a las mujeres abjurar de su sexo y convertirse en hombres?… [La Naturaleza] ha dicho a la mujer: “Sé mujer. Los cuidados de la infancia, los detalles domésticos, las diversas inquietudes de la maternidad: he ahí tus labores” (De Beauvoir, 1949, p. 40).

A pesar de la exhortación de Chaumette, Lacombe continuó denunciando a vox populi la opresión que vivían las mujeres, desgraciadamente fue vista por última vez en junio de 1798 (Delgado, 2019). A fin de cuentas, y pese al juicio político masculino ante los liderazgos femeninos en el proceso revolucionario, es posible señalar que desde el año 1790 hasta la autocoronación de Napoleón Bonaparte (2 de diciembre de 1804, en Nôtre Dame de París), según De Beauvoir se habían “suprimido el derecho de primogenitura y el privilegio de masculinidad; los jóvenes de ambos sexos se han hecho iguales en materia de sucesión; en 1792 una ley establece el divorcio y, en su virtud, atenúa el rigor de los lazos matrimoniales”. Mas estas conquistas quedaron prontamente suprimidas bajo los mandatos de Napoleón, ya que este:

[…] solo quiere ver en la mujer una madre; sin embargo, heredero de una revolución burguesa, no pretende quebrar la estructura de la sociedad y dar a la madre la preeminencia sobre la esposa: prohíbe la indagación de la paternidad; y define con dureza la condición de la madre soltera y la del hijo natural. La mujer casada, empero, no encuentra recursos en su dignidad de madre; la paradoja feudal se perpetúa. La madre soltera y la esposa son privadas de la cualidad de ciudadanas, lo cual les prohíbe funciones tales como la profesión de abogado y el ejercicio de la tutela. En cambio, la mujer soltera goza de la plenitud de sus derechos civiles, mientras que el matrimonio conserva el mundium (autoridad). La mujer debe obediencia al marido; este puede hacer que la condenen a reclusión en caso de adulterio y obtener el divorcio contra ella; si mata a la culpable sorprendida en flagrante delito, es excusable a los ojos de la ley; en cambio el marido no es susceptible de ser multado sino en el caso de que lleve una concubina (De Beauvoir, 1949, pp. 40-41).

En este sentido, se infiere que existe un verticalismo y una potestad del poder asignado a una autoridad central, que es el hombre, y que a su vez puede determinar sin cuestionamientos la asignación de los roles y conductas de lo que debe tener y cumplir una mujer, siendo que está completamente ya afectada por los prejuicios morales del tradicionalismo patriarcal en cualquiera de las actividades que realice, y esta denotación contribuye a una carga semántica de naturalización, tal como se ejemplifica en los conceptos de madre, esposa y mujer soltera. Este pensamiento napoleónico, impuesto por mandato de fuerza, es mucho más extremo de lo que acontecía en el periodo feudal, dado que a la mujer se le negaban todos los derechos privados y, por tanto, no desarrolla ninguna capacidad política (De Beauvoir, 1949, 35), segregándola del espíritu de las ideas, del razonamiento, del cuestionamiento y de las realidades que puede libremente crear. Esta paradoja en torno a la veracidad histórica y contra-histórica de las ideas de la Ilustración y de las revoluciones liberales volvería a la visión descrita por Kant al dividir los derechos civiles entre sujetos activos y pasivos.

 

SIMONE Y ALGUNAS IDEAS DEL FEMINISMO

Según la investigadora Nuria Varela, diversas interrogantes modernas comenzarían a gestarse luego de los procesos revolucionarios liberales, tales como: ¿por qué están excluidas las mujeres?, ¿por qué los derechos solo corresponden a la mitad del mundo, a los varones?, ¿dónde está el origen de esta discriminación?, ¿qué podemos hacer para combatirla? (2008, 10). En respuesta a dichos cuestionamientos es probable que exista un relativismo entre lo que ha constituido la historia y la filosofía del hombre y, por ende, es necesario identificar cuál es la profundidad del problema. Parafraseando a la escritora Chimamanda Ngozi, este vacío debemos llamarlo feminismo, porque si no se le otorga un concepto semántico, jamás se encontrará una definición, sustancial y abstracta, para argumentar y decodificar la realidad (junto al lenguaje, los derechos y el trato) que involucra integralmente a todos los seres humanos (Congreso Futuro, 2020). Esta tesis constituye elementos de una nueva tradición historiográfica o contra-histórica, cuya preocupación es demostrar las relaciones de sujeto-verdad, en donde los protagonistas son los sujetos marginados (Márquez, 2014, 214), tal como lo manifesta Lemebel (2011) en su prosa narrativa: las locas, los pobres, las prostitutas, los homosexuales, los anormales, los enfermos, y otros tantos grupos que han recibido un trato despectivo frente al paradigma heteronormativo. Este último, “se refiere al sesgo cultural a favor de las relaciones heterosexuales, conforme al cual dichas relaciones son consideradas “normales, naturales e ideales” y son preferidas sobre relaciones del mismo sexo o del mismo género” (CIDH, 2015, pp. 40-41). Estas características perdurarían por más de dos siglos, hasta que Simone de Beauvoir y Michel Foucault cuestionarían las estructuras del modelo. Para la filósofa gala, “la cuestión de la mujer” y de las prohibiciones, internas y externas, que estaban inmersas, implícitamente, en el dominio de la masculinidad filosófica occidental, no compartía el discurso de sus antecesores, puesto que coloca a la Mujer como un sujeto propio y singular al concepto de Hombre (Zerilli y Arijón, 2008, pp. 38-39). Además, profundiza que la libertad femenina jamás podrá ser considerada en una comunidad, si esta es guiada por tipologías históricas y normativas con características patriarcales. Por otro lado, para Foucault:

[…] toda sociedad tiene regímenes de verdad. Vivimos en una sociedad que produce y pone en circulación discursos que cumplen una función de verdad que pasan por tal y que encierran gracias a ello poderes específicos. Uno de los problemas fundamentales de Occidente es la instauración de discursos verdaderos (Márquez, 2014, p. 215).

Homologando las ideas de los filósofos franceses, el feminismo puede ser comprendido como un movimiento que articula la teoría y práctica política de la mujer que tras analizar las realidades históricas, en especial de occidente, toman conciencia de las discriminaciones que sufren por la única razón de ser lo Otro, y deciden organizarse para acabar con ellas, y cambiar la sociedad del discurso heteronormativo (Varela, 2008, p. 10). Esta reestructuración que propone el feminismo es posible llevarla a cabo por medio de los estudios estructuralistas, lo cual plantean que:

[…] los fenómenos sociales ofrecen el carácter de signo […] se pueden considerar que las reglas de matrimonio y los sistemas de parentescos como una especie de lenguaje, es decir, como un conjunto de operaciones destinadas a asegurar, entre los individuos y los grupos, cierto tipo de comunicación (Tejedor, 2017, p. 451).

En concreto, no tan solo las ideas de la Ilustración y sus desavenencias en los inicios de las repúblicas modernas presentaron un dinamismo de secuencias de actos que demandaron y aún demandan la igualdad de derechos. Este proceso puede ser entendido como una periodificación de hitos correlacionados que intentan explicar la totalidad del quehacer humano (Saldivia, 2014, p. 15). Sin embargo dichos acontecimientos, tanto para la mujer y los grupos marginados, estuvieron (y están) cada vez más segmentados en la cronología histórica, tal como lo comunicaron (y comunican) las escritoras e investigadoras: Mary Wollstonecraft, Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792); Lucretia Mott, Discursos sobre la mujer (1837-1848); Tristan, La Unión Obrera (1843); Elizabeth Cady Stanton, La biblia de la mujer (1895); Aleksándra Kollantai, Bases sociales de la cuestión de la mujer (1909); Flora Betty Friedan, La Mística de la Feminidad (1963); Julieta Kirkwood, Ser política en Chile. Los nudos de la sabiduría feminista (1986); entre otras.

Por otra parte, respecto de las periodificaciones contra-históricas, Simone de Beauvoir formularía la frase célebre: “No se nace mujer: se llega a serlo” (1949, 87), sentencia que resume la totalidad de las tesis de la filósofa gala. En una entrevista, De Beauvoir argumentaría que:

[…] ser mujer no es un hecho natural, es el resultado de una historia. No existe ningún instinto biológico o psicológico que defina a la mujer como tal. Es la historia la que la constituye. Primero, la historia de una civilización que determina su situación actual. Y, por otra parte, para cada mujer particular, es la historia de su vida (Servan-Schreiber, p. 1975).

Esto quiere decir que en el transcurso de la historia masculina se ha consolidado el determinismo de la mujer en toda su amplitud filosófica, cualquiera que esta sea. Así, la inexistencia de un libre albedrío femenino no sería la determinación causal para amenazar la libertad masculina (Nagel, 2019, p. 49); por el contrario, podría haber aportado aún más en los cambios estructurales luego de la Independencia de los Estados Unidos o de la Revolución Francesa.

Por otro lado, parafraseando a la investigadora Gabriela Castellanos, el problema de la mujer no se origina en lo biológico, ni en la superioridad corporal del hombre, por el contrario, es en la dialéctica hegeliana del mando y la obediencia, la lucha infatigable por la libertad que subyace la condición femenina (2008, p. 28). Dicho esto, podemos interpretar que el hombre definió y posicionó el concepto de natural como mandato y el concepto de cultura como obediencia al mandato. Esta disputa dialéctica, entre lo que es natural y lo que es cultural se conjugarían, perfectamente, para crear las doctrinas del andrós, heredando las virtudes de la naturaleza del ciudadano clásico y moderno: apropiándose del espacio social y sobresaliendo como un varón adulto, libre y blanco. Asimismo, este sujeto histórico, comprendería que “a medida que la historia avanza, va relevando su significación implícita y los juicios morales progresan en consecuencia” (Appleby, Hunt, y Jacob, 1998, 71). Proposición hegeliana, que utilizaría el andrós para construir una realidad dependiente de las circunstancias históricas, y de cómo estas se adaptarían a las condiciones venideras para ir modelando el statu quo femenino a través de lo que debe ser natural y de lo que debe ser cultural. Es por ello, que De Beauvoir en su obra magna criticaría y denunciaría las formas de instrumentalización de poder del andrós, y lo contrapone con un proyecto de su propia existencia, el yo como lugar privilegiado de conciencia del mundo (Grau, Luongo, Castillo, González y Santander, 2016, 35-36), lo cual hace lo propio para nutrirla de sentido y coherencia, con el objetivo de establecer un hito dentro de la periodificación contra-histórica de los procesos de reivindicación de la mujer. A su vez, examinaría los diferentes roles de la mujer, en sus distintos procesos históricos, argumentando que: “El hombre se piensa sin la mujer. Ella no se piensa sin el hombre” (De Beauvoir, 1949, p. 4). Sentencia que explica Simone del por qué la mujer es considerada por el andrós como un ser sexuado:

[…] para él, ella es sexo; por consiguiente, lo es absolutamente. La mujer se determina y se diferencia con relación al hombre, y no en relación a ella; la mujer es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, él es lo Absoluto; ella es lo Otro (1949, p. 4).

Frente a este argumento, la investigadora Olaya Fernández Guerrero postula que la masculinidad se ha apropiado del concepto universal, mientras que lo femenino es lo Otro, lo secundario o lo de menor rango. De modo que el hombre ha trascendido en las ideas que ha forjado la humanidad, en cambio las mujeres fueron relegadas a la inmanencia (Fernández, 2015, p. 5), a lo interno del ser, y no a la participación o colaboración de las actividades externas que transmutan al ser. Esta inmanencia, según De Beauvoir, se reproduciría en los roles de esposa y madre. La primera porque estará totalmente subordinada al esposo, ya que el matrimonio es considerado como una institución que exige la recíproca fidelidad (1949, p. 34), y más aún cuando, por lo general, el matrimonio es un medio para integrarse en la colectividad moral. Por otro lado, la maternidad es una virtud que cumple la mujer íntegramente su destino fisiológico, es decir, su vocación natural, puesto que su organismo está dirigido hacia la perpetuación de la especie (1949, p. 208). En otras palabras, la relación esposa-madre es la fórmula icónica del patriarcado para mejorar y consolidar la unión económica y sexual del hombre, legitimando forzadamente lo sentimental o lo erótico. Mientras que lo Otro es designada a lo privado y dependiente de la voluntad del esposo, y en lo público es limitada aún más por las moralidades del andrós.

Tras la totalidad normativa del andrós, y a pesar de los intentos de reivindicación de los derechos de la mujer durante los siglos XIX y XX, esta continuaba obedeciendo al marido, tanto en la resignación del dominio conyugal, la subordinación de las labores del hogar, la dependencia financiera e incluso la violencia marital. Potestad que estaba sustentada en el derecho que los mismos hombres legislaban y juzgaban. Un paradigma andrós estructurado a través de la fuerza y la violencia simbólica dirigido hacia lo Otro, tal como lo expuso el político y católico tradicionalista Louis de Bonald: “Las mujeres pertenecen a la familia y no a la sociedad política, y la Naturaleza las ha hecho para los cuidados domésticos y no para las funciones públicas” (De Beauvoir, 1949, p. 41). En su contraparte, a juicio de la investigadora Isabel Morant (2018, p. 9), “cambiar las formas de vida tradicionales no es fácil, por eso las mujeres, que conocen las dificultades, se muestran dubitativas y saben que, por comodidad o por miedo a lo desconocido, muchas prefieren seguir las costumbres”. Argumento que en las palabras de Simone de Beauvoir (1949, p. 335): “Hacerse justificar por un dios es más fácil que justificarse por el propio esfuerzo; el mundo la estimula a creer en la posibilidad de una salvación dada: ella opta por creerlo”. Ambas apelan a que las mujeres deben tener la voluntad de alzar y vociferar por lo que están demandando, tal como lo demostró la feminista Sojourner Truth en su discurso “¿No soy yo una mujer?” en la Convención de los Derechos de la Mujer de Ohio (1851), la cual revelaba los dos problemas que afrontaban las mujeres negras: ser mujeres y la problemática derivada de la raza; o tras la manifestación del 8 de marzo de 1908, cuando 129 mujeres murieron en un incendio en la fábrica Cotton (Nueva York, Estados Unidos), luego de que se declararan en huelga con permanencia en su lugar de trabajo. Entre los objetivos demandantes: reducir la jornada laboral a 10 horas, un salario igual al que percibían los hombres que ejecutaban las mismas actividades y mejorar las malas condiciones de trabajo. El dueño de la fábrica ordenó cerrar las puertas del establecimiento para que las trabajadoras desistieran. El resultado fue la muerte de las obreras que se encontraban en el interior de la fábrica (MCA, s. f.). En efecto, para Simone no luchar contra los conformismos es mantener el statu quo del andrós y, por lo tanto, no existe ninguna trascendencia (2017, p. 56), y lo Otro muere por sí mismo en los intentos de generar una revolución estructural del paradigma social, a diferencia de como sí ocurre en los estudios de las ciencias y en las transformaciones epistemológicas que las contienen. De hecho, De Beauvoir se esforzaría por estudiar y criticar los estudios de Freud con el objetivo de introducir sus propios conceptos filosóficos: la idea de naturaleza humana y la acción como autorrealización (Ortega, 2005, p. 117), despojándose de los planteamientos de creer y admitir que lo Otro es un hombre defectuoso, lo que limita su desarrollo intelectual y moral, tal como ya lo planteaba Aristóteles (1990, p. 380) en el siglo IV a. C. Estas nociones condescendieron a que cientos, miles y millones de mujeres (a finales del siglo XIX, a lo largo de todo el siglo XX y en los inicios del siglo XXI) estudiaran, cuestionaran y lucharan por transformar las estructuras del paradigma andrós, tales como: el fin de la esclavitud; el sufragismo universal; un nuevo pacto social y sexual en torno a la situación de la mujer en relación con la fuerzas productivas, la naturaleza de su explotación y los problemas de identidad femenina (Kirkwood, 1990, p. 53); la participación y el reconocimiento institucional de las ciencias, como lo fueron Marie Curie y Rosalind Franklin; el fin de la mutilación femenina; la propiedad conyugal; el acceso a la educación; el reconocimiento laboral; la desigualdad salarial; el aborto libre, como parte de la evolución en la naturaleza y la historia humana (De Beauvoir, 1949, pp. 44-213); la representación paritaria en los órganos del Estado; la protección de las mujeres embarazadas; la ruptura de patrones socioculturales aferrados en los roles de género, así como dar voz a las disidencias, inmigrantes y pueblos originarios a través de una mirada interseccional en los distintos espacios culturales. De este modo lo Otro, tal como lo postula De Beauvoir, estaría más preparada para la libertad, mas es la sociedad la que no lo está del todo, aún existen rasgos culturales del andrós que siguen predominando y, por esta razón, es responsabilidad de cada ser humano vivir, reflexionar, respetar, tolerar, escribir y difundir la contra-historia para no morderse las burlas, no comer rabia para no matar a todo el mundo y aceptarse diferente para ser.

 

CONCLUSIÓN

En síntesis, respetando por supuesto las nociones de tiempo anacrónico de los estudios realizados por Simone de Beauvoir, la filósofa gala es considerada como una de las fundadoras del feminismo, y lo plasmó en su obra célebre El Segundo Sexo (1949). Libro que explica el rol de la mujer y la necesidad de su independencia como sujeto histórico. A dicho título se le ha considerado como el texto magno del feminismo, puesto que sostiene un análisis crítico de la dominación masculina y de la subordinación de la mujer, desde los orígenes de las primeras civilizaciones, consolidándose y perpetuándose en un paradigma epistémico del andrós, lo cual ha sido progresivo en el transcurso histórico de la humanidad.

En el extenso estudio que presenta el libro, Simone demuestra que la mujer debe reencontrase con su propia libertad, e incluso luchar por quienes ahogan la voz de impedir expresarse (2017, p. 107), más allá de alcanzar los derechos fundamentales (el sufragio universal, la incorporación a la educación y al trabajo, la asistencia médica, y otros), postula que la revaloración privada y pública de la mujer es la piedra angular para sentirse y aceptarse igual al hombre en todas las áreas de la realidad humana, sin barreras y obstáculos de pasividad y mediocridad condicionada. Asimismo, la no videncia y la resignación de la mujer no estuvieron marcadas en la vida de Simone, ya que promovía la autodeterminación y autotransformación de sí misma en los diversos roles de su vida, erradicando la comodidad de sufrir una ciega esclavitud tradicional, y de trabajar para liberarse de ella (Universidad Veracruzana, s. f.).

Las ideas de Simone suscitaron el debate y la reflexión en torno al sometimiento, el abuso y la privación de la participación de la mujer en las sociedades heteropatriarcales y heteronormativas, logrando la apertura de las mentes para cuestionar las estructuras moralistas y tradicionalistas que se desarrollaban eviternamente bajo el dominio del discurso masculino. Así, los argumentos de la filósofa francesa serían parte de esta existencia al identificar algo que otras mujeres explicitaron en la Primera Ola Feminista, y que “habían dado voz a toda una generación de mujeres” (Loaeza, 2008, p. 40) durante el siglo XVIII en torno a la cuestión de la naturaleza de la mujer y a la determinación de los roles de acuerdo con el sexo. Por otra parte, la mujer también participaría activamente en los procesos revolucionarios liberales, tales como en la Independencia de los Estados Unidos y en la Revolución Francesa. En la primera resaltarían: Betsy Ross, Deborah Sampson, Molly Pitcher, Margaret Corbin, Abigail Adams, Sybil Ludington, Dolly Madison y Martha Washington, entre otras mujeres en la huella del olvido. Mientras que, en la segunda destacarían las ilustradas: Adrienne Lecouvreur, Sophie Arnould, Julie Talma; y, posteriormente, las activistas políticas: Charlotte Corday, Marie-Jeanne Roland, Lucile Desmoulins, Anne-Josè Théroigne de Méricourt, Claire Lacombe, entre otras mujeres que sucumbieron en las memorias generacionales. Sin embargo, el espíritu femenino por la lucha de los derechos se traducirían, en paralelo, con otros movimientos que revolucionaron el arte, la moral, el lenguaje, la música, la ciencia y otras disciplinas del saber, tal como lo expresaron las intelectuales femeninas en distintos tiempos y espacios de la historia del orbe, tales como: Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft, Lucretia Mott, Flora Tristan, Elizabeth Cady Stanton, Aleksándra Kollantai, Flora Betty Friedan, Julieta Kirkwood, entre otras que promovieron y situaron a la mujer como sujeto histórico en cada época, causando reinterpretaciones contra-históricas válidas, y que producen confusión e intolerancia al discurso histórico del paradigma andrós.

La episteme de Simone es más bien realista, en cuanto a que proyecta los límites del ser frente al ejercicio de la libertad con los demás y, a su vez, sostiene que existe una verticalidad de quienes pueden practicar la autonomía con mayor facilidad a diferencias de otros. Este último entrelaza el concepto de compromiso, entre la acción del uno por el otro, plasmando en la trascendencia a partir de las subjetividades de cada persona. De esta manera, las relaciones de poder se ordenarían en los innumerables roles de la sociedad, comenzando por el sexo, ya que perduraba una hipocresía silenciosa que denunciaba el poder ejercido mediante la liberación de las numerosas leyes que ha elaborado con mayor énfasis el patriarcado (Alix y Susser, 1998, 140) de las revoluciones liberales. Por añadidura, el concepto de poder que utilizó Simone, lo trataría en el sentido de las relaciones personales, entre quien manda y obedece, entre el núcleo privado y el espacio público, entre de lo que deber ser natural y lo que debe ser cultural. Así, a las mujeres por su sexo se les atribuía una serie de reglas y normativas, en desigualdad absoluta frente al hombre, al marido, al Pater, segregándolas de la realización personal e incluso espiritual. En consecuencia, esta injusticia hacia la mujer la posiciona y le fija su existencia, sin dinamismo de elegir el cómo vivir. “No se hace mujer, se llega a serlo”, frase explicativa que argumenta: que a la mujer no se le define por su sexo, sino por una sucesión de derechos que la sitúan. Esta premisa se originaría, porque el hombre es la norma y la mujer lo Otro y, por tanto, la mujer se impide a sí misma por no ser considerada en la creación y decisión de la norma, y solo se identifica lo que el hombre espera de ella. De modo que, durante siglos, la crianza de las niñas y los niños, las actividades domésticas y el sexo ha sido el único trabajo de la mujer, y además no remunerado. En consecuencia, desde los orígenes del feminismo la mujer ya estaba atada de manos o en su expresión más extrema no tenía manos, porque no tenía en lo absoluto la posibilidad de construir otro paradigma de vida, uno diferente a la visión del andrós. Pasarían dos siglos para visibilizar la violencia de este arquetipo.

 

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